sábado, 20 de junio de 2015

A mis queridísimos “Amigos del Corral”

(Y a los amigos del pueblo que me enseñaron a amarlos)

De niño y adolescente, y con pelos y señales, conocía este bloguero nombre y circunstancias de todos y cada uno de los animales de cuatro patas- gallos y gallinas incluidos – de todos los corrales del pueblo. Todavía hoy rebuscando en el torbellino de mi revuelta memoria aparecen -aparición que se repite  insistentemente- cabalgando al paso, al trote o al galope, pifiando o rebuznando, brincando o saltando, bramando o mugiendo, balando o berreando, gruñendo o roncando, cacareando o kikireando…, ladrando -¡sobre todo ladrando!- aparecen repito, tal cual eran y son, mis viejos e inseparables compañeros de Corral. Los Románticos archivamos además de álbumes de familia y personas queridas, recuerdos dulces de paisajes, cosas y animales. 

Estos últimos, amigos desde la primera infancia, “transmiten la energía telúrica que late en la luz, los sonidos, olores y colores del campo”, según bellísima metáfora del agradecido amigo, poeta y colega granadino, Federico Bermúdez Cañete.

Debo aclarar, para que el lector no se atragante con tan empalagoso lirismo, que se trata de inseparables compañeros de infancia y juventud con los que conviví, jugué y disfruté en el antiguo Corral: espacio doméstico rural, ¡patio de recreo!, lugar de reunión o tránsito en la vida y programa familiar. Antes de la salida diaria al campo, a la calle, o al abandonar  su hábitat particular, la cuadra, el comedero, la pocilga, el gallinero…, mis amigos los animales  caseros tenían que abrevar o yantar, algunos de ellos en el Corral. Por el Corral castellano desfilaban y  en él convivían: cerdos y cabras, caballos, mulas y burros, vacas y bueyes, gallos y gallinas, gatos y perros. Sobre todo el perro o los perros, ayudantes y guardianes de la casa, de las personas y animales.

Entre estos  amigos de compañía, los había distantes e independientes, amorosos y ariscos. Catalogándolos por su carácter, con doble calificativo y por orden alfabético, merecen figurar en la siguiente orla:

Mis amigos del corral ´- Escenificación gráfica de Iribú

El Burro, testarudo y orejas largas
El Caballo, noble y elegante
La Cabra, tirando al monte y cornuda
El Cerdo, maliciosamente apodado puerco, gorrino o guarro
La Gallina, papanata y pavisosa
El Gallo, flamenco y chulesco
El Gato, voluble  y arisco
La Oveja, modorra  lanuda
El Perro, fiel y ladrador
El Toro, bravo y bienpuesto

...y sus hijitos, juguetones y felices como niños

Todos ellos domésticos (de “domus”= casa), vinculados al hombre y sus circunstancias. Pero desde que el desarrollo invadió el campo y se modernizó, de la vivienda lugareña rústica (de “rus” =campo) desapareció el corral. Y tuvieron que emigrar sus moradores siendo  trasladados a sus nuevas estancias alejadas de los poblados: granjas, naves, gallineros, cebaderos, majadas y parcelas donde viven una más breve vida como objetos de compraventa: hacinados, desvinculados y encarcelados, distanciados y separados para siempre de la compañía y amistad de los humanos. Y en especial de los niños, sus amigos predilectos.

De niño, con su compañía, aprendí a leer en sus ojos y su mirada, a interpretar sus movimientos y comportamiento, sus plantes y posturas, a traducir su lenguaje. Porque los animales como las flores, las fuentes, las aguas de los arroyos tienen su propio idioma. Y por supuesto, sus pensamientos y sentimientos, sus sueños y ensueños. Y al igual que las personas, unos saben exteriorizarlos y otros no. Según un poeta, los pájaros hasta ríen. Y si los animales irracionales hubieran aprendido a expresarse con palabras como los racionales ¡cuántos insultos e improperios hubiéramos tenido que soportar! Pues, bastan sus ojos y sus fascinantes miradas para expresar, como los humanos, alegría y tristeza, odio y perdón, cansancio y aburrimiento, dolor y placer. Hasta Nietsche ya lo había constatado al firmar que “el hombre ve en el animal al amigo que ríe, llora o es infeliz”.                                                                                                                                           

La experiencia cercana, la fascinación y  la ilusión me enseñaron a interpretar su comportamiento a través de los órganos de sus sentidos -¡superiores, casi todos, a los del hombre!- el repertorio de sonidos, el olfato, la vista,… Su lenguaje, aunque no verbal, es tan rico y contagiador que simplemente enriquece el contemplarlos, disfrutando de la luz y calor del sol, del cambio estacional de la naturaleza, de la libertad al aire libre, de la solicitud del dueño, de la compañía de sus congéneres. El lenguaje lo suplen con los ojos, acompañados del movimiento de cabeza, orejas, rabo.

Algunos ejemplos: 

  • la vaca y la cabra, tumbadas y rumiando, en el campo o el Corral, miran sin ver. Y con la mirada perdida transmiten tranquilidad y quietud, satisfacción y serenidad. 
  • El caballo y el toro, erguidos, con la cabeza alta oteando paisajes o entorno piensan, orgullosos y bien plantados. Y estoy por creer que el caballo, derrotado en el hipódromo, sufre  la derrota avergonzado.
  • La oveja, siempre con la cabeza gacha y mirando a la tierra, buscando bocado porque, “oveja que bala, bocado que pierde”. Y siempre abonando campos y caminos  porque, “la mejor reja, el culo de oveja”. 
  • El cabritillo y el cordero, el lechón y el cachorrillo, corriendo y saltando, jugueteando, persiguiéndose y entre sí luchando, radiantes de alegría y felicidad solamente piensan en jugar como los niños.
  • El cerdo, sobresaliendo el ibérico, con sus orejotas y su hocico almacenando las bellotas de sus inmortales jamones.
  • El gallo y la gallina, cada cual a su estilo y a su aire, la gallina anunciando que ha puesto un huevo con su inconfundible cacareo o guiando a la pandilla de sus polluelos, orgullosa y maternal, y el vanidoso de la especie, el don Juan del Corral y pregonero del alba con su kikiriki, diana despertador, son socios fijos, aportadores a la manutención de la familia. 
  • Del perro y el gato ¿qué decir? Aun llevándose como lo que son, viven mimados en el interior del hogar, autorizados a convivir con pequeños y mayores en la cocina y el comedor, runruneando y disfrutando de las caricias al lomo y clavándote las uñas si le pisas el rabo. Y el perro, a la cabeza de los domésticos, tan consentido y venerado entre los González, Burgos, Martines y Alemanys, que hasta ha solicitado capítulo aparte. Pues, “el perro y el niño van donde le dan cariño”. Cariño recíproco que en vez de decrecer, con los años, la modernidad y la distancia, continúa prendido para siempre al florido árbol de los recuerdos.

La recuerdo como la cuento. Como si la hubiera vivido ayer tarde, aun cuando el hecho acaeciera un día cualquiera de mi adolescencia pueblerina: la agonía de Segura. Perrita perdiguera de nombre tan significativo, compañera de caza de mi padre, el segundo can familiar. Intacta y viva permanece aquella mirada suplicante, tristísima y angustiosa del pobre animal enfermo, tendido entre pajas en la cuadra,  suplicando la ayuda que ni supimos ni pudimos prestarle. (¡El perro no entraba en aquellos tiempos en la iguala del veterinario!) Tampoco olvidaré jamás sus muestras de agradecimiento y cariño, entornando los ojos como queriendo dibujar una leve sonrisa al percatarse de nuestras caricias, nuestra compañía y amistad. Ya lo aseguró G. Elliot:” Los animales son buenos amigos, no hacen preguntas y tampoco critican”, ni presentan denuncias o querellas. A la mañana siguiente, fría y dormida para siempre, yacía con manos y patas estiradas  al amparo de su amiguita la burrita negra.