viernes, 6 de febrero de 2015

EL RIO DE MI VIDA (III)

(Historietas que pasaron en el Río que no pasa)
“Las aguas como los años pasan, pero el Río y los Recuerdos quedan”. (MJG)

Los amargos melocotones del "Taponero"

El día de hechos debió coincidir con una soleada y apacible mañana otoñal de finales de un septiembre cualquiera de hace muchos, ¡muchísimos… años! Cuando los pimientos y tomates maduraban a docenas coloreando la huerta y la fruta tardía, manzanas, membrillos y melocotones, amarilleaba tentadora. Juanito, el “socio” inseparable y el narrador de la pillería, mozalbetes en ciernes, caminaban canturreando por el polvoriento camino del Río y con la típica herrada de cinc al brazo, hacia el “cantero” del herrero en  la huerta de Santibáñez en busca de hortalizas y verduras para el consumo familiar. Ejecutada la tarea y cumplida la recolección, de ritual era el inevitable y obligatorio saludo a la chopera de nuestro río, al Tormes de verde y frondosa orilla con gigantescos, esbeltos y umbrosos chopos. Las aguas, sin embargo, frescas ya a esas alturas, el verano superado, no invitaban ni al baño ni a la pesca. Pero lo que si inducía a la tentación, era un seductor melocotonero, al otro lado del río, atiborrado de amarillentos frutos que nada tenían que envidiar a las pecaminosas manzanas bíblicas de Eva.

Fotografía: http://frutifactoria.com/es/
El tentador arbolito incitaba a codiciado y suculento botín. Mas, para llegar al árbol prohibido había que cruzar el río y escalar un rústico muro de piedras y maleza, que servía de valla a la huerta primorosa del susodicho Taponero. Desconozco el origen y la motivación del apodo del propietario. Solamente sé que era un terrateniente de Juzbado: con monte propio, con medio término del pueblo como latifundio y con esta huerta así apodada, pequeño paraíso, envidia y dechado de las plantaciones hortícolas que alfombraban de verdor la margen derecha del río. Frondosos frutales de todas las especies: manzanos de reinetas con sus cargadas ramas abanicando el suelo, peras y ciruelas de todas clases, higueras y membrillos y… destacando sobre todos ellos, en el día señalado comenzando a amarillear, el seductor melocotonero del bien y del mal. Nada faltaba en aquel jardín de las tentaciones. Hasta… ¡hortelano particular! con casita residencia de verano, acompañado de familia y perros, todos ellos dedicados a la labor y cuidados de la huerta. A principios de otoño, sin embargo, avanzada la recolección de hortalizas, frutas y verduras, regresaba con su familia a la habitual vivienda del pueblo dejando desamparada y a la deriva a la niña de sus ojos.

El asalto a los melocotones era por tanto ocasión propicia y pintiparada. El silencio y la soledad enseñoreaban en toda la huerta. Cruzamos el estrecho y vado brazo de río de la pequeña isla. Nos abrimos paso entre las tupidas espadañas y la maraña de la maleza y trepando, con dificultad y los consiguientes arañazos, superada la rústica cerca de piedra  nos asentamos, triunfantes y complacidos, bajo las ramas del codiciado árbol del paraíso. ¡Pero no eran melocotones todo lo que relucía!

Con la primera pieza dorada en la mano no pudimos testificar su exquisitez. A dos pasos del árbol apareció entre el enramado el inesperado hortelano prorrumpiendo gritos y palabrotas ensordecedoras. Desde “hijos de perra” hasta el sinónimo “hijos de p…”, toda una retahíla de improperios aterradores vomitaba su boca de sapo. Mas, el lobo feroz no consiguió atrapar a los indefensos corderillos que mas que corrían volaban.   
 
"Correperdices y patas de galgo"
Con agilidad felina y pericia atlética, de un salto mortal cruzamos medio río. Cargados de pánico y susto, con los bolsos vacíos, conseguimos alcanzar la tranquilidad al sentirnos finalmente en nuestros dominios. Recogidos los bártulos, con la mercancía a cuestas, sosegados y apaciguados nos disponíamos ya a tomar el camino de regreso al pueblo cuando… ¡Oh horror! Inesperadamente, cruzado el río, apareció en la vega, como a unos cien pasos, el guardián de marras corriendo en nuestra persecución. ¡Infeliz de él!¡No sabía que tenía que vérselas con “correperdices” y patas de galgo.

Emprendiendo vertiginosa carrera hacia la espesura del monte, dejamos a nuestro perseguidor con dos palmos de narices en la lejanía de la llanura. Atajábamos tranquilos y relajados, entre encinas y carrascas, dirección al pueblo, cuando… ¡nuevamente que aparece en el monte el testarudo gendarme con aires de “sheriff!” justiciero! Yo, fatigado, con la carga de tomates, pimientos y cebollas a cuestas, opté por un quiebro a la derecha yendo a esconderme tras el robusto tronco de una frondosa encina. El tozudo individuo pasó a unos metros de mi escondite y  prosiguió persiguiendo a Juanito que tomó rumbo sur, hacia las rastrojeras de la explanada que enmarcaba el término de Zarapicos.
 
Por mi parte, recuperada la perdida respiración y alejado del peligro regresaba al pueblo por la Ladera, solitario y silencioso. Nervioso e intranquilo sufría en casa el paso de las horas sin que mi cómplice apareciese. Al fin, tras  largo y penoso interrogatorio tuve que confesar nuestro delito y la causa de la tardanza del compañero del tragicómico suceso.

Carrascal y el río Tormes al fondo, en la actualidad
Foto de Ricardo Melgar 
Afortunadamente y ¡a Dios gracias!, tras dos largas horas de suspense apareció mi Juanito, fatigado y asustadizo. La calma retornó al relatarnos con pelos y señales el insólito discurrir con “happy end” de la maratoniana carrera: la frustrada “Aventura de los Melocotones del Taponero” le había costado, “sin guisarlos ni probarlos”, la friolera de una forzada marcha contrarreloj, de unos cuantos kilómetros salvando rastrojeras, prados y barbechos, cruzando entre El Tejar y el teso El Águila, hasta alcanzar los primeros viñedos de Zarapicos. En la huerta del señor Pascual de San Pedro, compañero de fatigas en la “época de las uvas” y la recolección en aquellos parajes y a aquellas horas, encontró al padre salvador que, escuchada la odisea,  tranquilizó al sofocado y acalorado aparecido poniéndole una azada en sus manos y sembrando la paz en su ánimo con las siguientes palabras paternales: -”No te preocupes. Digo que eres hijo mío”. Pero no precisó revelar la astucia. Allá en la lejanía, abatido y derrotado, se vislumbraba la silueta del testarudo hortelano retornando cabizbajo y encorvado. ¡Al fin tiró  la toalla! Juanito respiró tranquilo. Sin probarlos ni aun olerlos- puso fin al postre de fruta más amargo de nuestra vida.
                                                                               
Y… “¡Colorín colorado…!
aunque cuento parecen
aventurillas de tiempos lejanos-
es consejo armonizar presente y pasado,
aprendiendo a compartir
amarguras y dulzuras
en exóticos platos”. (MJG)


La “aventurilla”, mil veces relatada y magnificada por ambos protagonistas, muy bien podía pasar a la historia titulada: “Entre pillos anda el juego”.