viernes, 16 de octubre de 2015

Historietas que pasaron en el río que no pasa

IV -  El vado que no era tal o… dos jinetes suicidas

Permítame el lector no muy versado en terminología hidrológica aclarar que los desaparecidos vados en las corrientes fluviales eran, según definición del diccionario de autoridades (RAE): “Paraje de un río con fondo firme, llano y poco profundo, por donde se puede pasar andando, cabalgando o en carruaje”. Yo me atrevo a puntualizar y completar la académica definición. Lo de “llano” es un decir. Porque los tres por mí con frecuencia transitados - el de Almenara, el de la Narra o Juzbado y el del Puerto o Florida de Liébana - eran pedregales a veces rocosos, siempre resbaladizos, tapizados de rollos y pedruscos. Además de “andando, cabalgando o en carruaje” se podía pasar con bicicleta al hombro. En todos los casos siempre sorteando piedras musgosas resbaladizas y espantando ranas y andarríos.

El vado escenario de la siguiente narración fue el segundo de los registrados. La incipiente primavera solamente figuraba en el calendario. Las aguas del Tormes bajaban turbias y crecidas. El vado fue un espejismo. Como en otras tantas ocasiones la distancia de los acontecimientos los distorsiona y dramatiza. Sin embargo, esta vez la travesía fue seria y de verdad. Los testigos presenciales, parapetados en los altos acantilados del horizonte de “Juzbao”, continúan haciéndose cruces ante el espectáculo de un caballito andaluz, con dos jinetes al lomo, cruzando el caudaloso vado desaparecido por la crecida de las tumultuosas aguas de un temporal.

El vado que no era tal (Ilustrado por Iribú,
http://iribuilustracion.blogspot.com.es/)
 Las previsiones fueron  engañosas. Jinetes y cabalgadura calcularon mal la dimensión y profundidad del vado. Las aguas superficiales se tornaron aguas profundas. Tal vez nos desviamos de la ruta habitual de carros y ganado. O la corriente fue arrastrando al caballo río abajo hasta  perder sus pezuñas base firme. Nadando y luchando contra el furor de las aguas consiguió alcanzar la anhelada orilla. El jinete de paquete, encogido en las ancas del caballo, con los zapatos domingueros en la mano para salvarlos de la quema, a duras penas  pudo salvarse del baño parcial, del que no se vio libre el jockey de las riendas quien acabó empapado hasta las rodillas.


Superado finalmente el trance, enfilamos el sendero que ascendía al pueblo. En el cercano horizonte, la silueta de las escarpadas peñas y los tejados de las primeras casas. Los incrédulos espectadores, estupefactos ante tan magna imprudencia, nos recibieron alborozados, aunque reprochándonos tamaña imprudencia. Todos ensalzando la bravura del caballito en su lucha contra la caudalosa corriente.

Después de tanto suspense, más de un lector estará intrigado por conocer la autoría de los dos jinetes suicidas. Pues, ni más ni menos que el caballero que llevaba a las ancas de su caballo a un joven - emulando al Jariche de la canción charra (“Jariche se la llevaba a las ancas del caballo”) era el padre del novio del cap. X, que iba a ver a su novia a Palacios del Arzobispo.

Después de trascurridos tantos años del acontecimiento, y de que el Tormes  haya transportado caudales y más caudales de agua al Océano, no recuerdo ni lo más mínimo de circunstancias posteriores pormenorizadas del viaje. Suposiciones me llevan a pensar que los hechos acaecieron en mis años de estudiante universitario, y que mi padre - pasado el río a caballo - me acercaría hasta San Pelayo, para yo continuar a pie el viaje hasta Palacios. Probablemente él regresaría a casa por el puente de Los Baños, evitando el consabido y peligroso vado. El coprotagonista de la hazaña pernoctaría en Palacios para, al día siguiente, viajar en el coche de línea a Salamanca.

El dichoso vado, tantas veces cruzado, pervive en mi memoria a pesar de la distancia temporal, aunque haya sido borrado de la geografía fluvial con la moderna creación de pantanos, acequias y canales de regadío. Retratado en sus aguas me veo todavía  atravesándolo descalzo, con alpargatas o sandalias de la mano, o con la bicicleta al hombro, salvando los resbalones  entre las pizarras, piedras y verdecinas ovas. Ya nadie puede escuchar el rumoroso torrente de la cascada de las ruinosas - casi hoy desaparecidas, presas, pesqueras y aceñas que lo configuraban - en las serenas mañanas de primavera al levantar la niebla. ¡Qué espectáculo tan lejano y añorado! Sus aguas pasan ahora de largo olvidadizas, sin remanso alguno o piélagos en los que recrearse y detenerse para alimentar las aceñas o molinos o regar las huertas y  pastizales de sus vegas y riberas hoy patrimonio de los extensos  maizales fruto de las canalizaciones fluviales.
¡“El Río de mi vida” convertido en otro río! Pero nunca en  “El río del olvido”, como Julio Llamazares bautizara el suyo en una novelita maestra de excepcional belleza.

“La importancia que se les da a cosas y actos insignificantes acaba volviéndolos importantes y seductores al recordarlos”. (MJG)