sábado, 25 de octubre de 2014

CRÓNICAS DE PALACIOS ( IV)

Historia de un Camino:  “EL CARBAJO”

(Escrita en La Colina de Valmiguel y dictada por los innumerables transeúntes y paseantes que confirieron carácter y vida a un pueblo.)

La seducción y el interés por la toponimia me han acompañado siempre inexorables en mis viajes y lecturas. La llegada avasalladora y triunfante del estructuralismo, acabó sepultando esta rama de la lingüística, dejando sin respuesta tantas tentadoras interrogantes.

Una de las que todavía continúan intrigándome es la del topónimo “Carbajo” en Palacios del Arzobispo. Nombre del camino, calzada o ruta que, bordeando nuestra Colina de Valmiguel, conduce al área de huertos, regadíos o minúsculos terrenos de jaras, carrascas o minifundios de cultivo. Por fortuna, el diccionario de la RAE me dio una pista al derivar “carbizo” del salmantinismo “carba= matorral bajo de carbizo”, raíz ubérrima de la que derivan en gallego, portugués y castellano los abundantes gentilicios y topónimos: Carballo, Carbajal, Carballino, Carballeira, Carbajosa, Carballedo, Carballeda, etc., etc. Puede tratarse en nuestro caso de un desaparecido robledal, o bosque de carbizos, a continuación del actual carrascal, el encinar que seguiría a nuestro “Valmiguel” y a la ermita de “Santa Lucía”, ubicados tal vez en el actual polígono de Valzamorano.

Bella y resplandeciente al primer fulgor de la mañana
(Foto: Miguel A. García)
Pero, vayamos al grano. El “Camino del Carbajo” debió ser en tiempos inmemoriales una de las vías de comunicación más importantes y transitadas del pueblo. Tan importante como que en la época de las mestas fuera calzada y en siglos pasados confín de procesiones o calvarios, según testimonia la histórica y escueta cruz de piedra, antiguo “humilladero o cruz de la calzada” que se alzaba en el camino de herradura, antaño confluencia de camino y calzadas, hoy mermado, tras la concentración parcelaria y catalogado como Cordel de la Izcalina. Precisamente este Camino, y este mismo lugar, fueron escenario de uno de los recuerdos más gratos y pintorescos de mis viajes a Palacios “a ver la novia”. En honor a la historia de nuestro pueblo, y como añoranza del pasado, bien vale la pena ser narrado con la pluma e inmortalizado con el lápiz como testimonio de que el pueblo era otro mundo.

Elegante y sombría al atardecer,
engrandeciendo el paisaje otoñal
(Foto: María J. Herrero)
Entre los festejos populares de aquellos tiempos - el pueblo era otro mundo y los pasatiempos y distracciones otros - figuraba, como uno de los de mayor raigambre, colorido y tradición en los jolgorios de carnaval, la Fiesta de los Quintos y el Correr los Gallos. Protagonistas del grotesco, cruel y primitivo espectáculo - hoy desaparecido - eran los quintos del año, cada cual en su rocinante. Los pobres gallos eran las víctimas propiciatorias condenadas a morir decapitadas, colgados por las patas a una soga atada en lo alto de la viga de dos carros apalancados a uno y otro lado del camino y próximos a la Cruz de la Calzada.

La carrera - todo, menos atlética - se reducía a pasar cabalgando al trote, al galope o a la voluntad o facultades de la cabalgadura, por debajo de la soga y decapitar al inocente plumífero arrancándole la cabeza. Tarea nada sencilla, pues, dos jueces, parapetados a uno y otro lado de la cuerda, la tensaban, subían o bajaban, cuando el jinete intentaba atrapar la presa. Se sucedían escenas cómicas y divertidas, delicias del público, cuando el inexperto “sancho”, queriendo atrapar el botín con ambas manos, soltaba las riendas de su rocín viniendo a dar en tierra con su humana naturaleza.

No puedo (ni debo) pasar por alto mi participación, aunque indirecta, en uno de esos festejos: como en aquellos duros años cincuenta de postguerra y prolongada miseria abundaban en los pueblos las humildes familias obreras que no disponían ni de un miserable rocín, presté mi caballo a uno de los quintos del año, al rubito Emilio, hermano de Paco Garzón (1).

Salvado este imborrable episodio de mis Memorias, retornemos a nuestro “Camino” y a su trascendencia. Debo puntualizar que era un camino de baches, guijarros y pedruscos a diestra y siniestra - tortura de mi Volkswagen y de nuestro primer Opel Rekord. Como he insinuado con anterioridad, ésta - por supuesto todavía sin asfaltar, al igual que la carretera - era una de las principales vías de comunicación del municipio: este camino vecinal, además de llevar a la parada del coche de línea, ubicada en la actual entrada del chalet Entrencinas, conducía al “Extranjero”: a Santiz, a Peñausende, a La Izcalina, a Valdelosa, a Mayalde y al Cubo, a toda la Tierra de Sayago y a la Tierra del Vino. Y por supuesto, a la capital de Zamora, a Los Huertos del Saceino, a Los “Cerracines”, a Las Fuenticas y al Carbajo. Camino pecuario y de carros que ha ido ensanchándose y cobrando importancia, al convertirse con el desarrollo en paseo turístico obligatorio a Los Molinos del parque eólico Teso Santo y a las onduladas y parduscas colinas de los poblados pinares de los tesos, hoy goce deleitoso de una de las panorámicas más bellas e impactantes de la llanura charra, enmarcada por las serranías de Béjar y de la Peña de Francia y las primeras elevaciones de Gredos.

Nuestro “refugio vacacional” fue levantado al borde de este camino, en “La Colina de Valmiguel”, etiquetación topográfica al alzarse en un cruce de caminos, en un altozano que servía de atalaya y minarete y servicio de intercomunicación con viandantes y variopintos transeúntes.

Cruz y encina, hitos gemelos castellanos
(Foto: Miguel A. García)
“Se hace camino al andar ” pregonan el poeta y el cantante. Sin embargo, me asalta la duda y me inquieta siempre la misma interrogante al cavilar sobre el origen de los pueblos: ¿ hacen los hombres al pueblo o es el pueblo el alfarero de los hombres? Y la misma pregunta me asalta al aplicarla a los caminos, y a las casas y las cosas. Pues, este camino del Carbajo es un camino singular. Camino con historia cambiante según las estaciones: frío y relegado en invierno, animado y frecuentado en primavera y verano. Resultado primoroso de sus viandantes que, durante la temporada de los huertos, lo transitaban, mañana y tarde, para las tareas de siembra, regadío y recolección. Este camino lo trazaría el hombre, pero lo ejecutarían las pesadas ruedas de hierro de los carros y las pezuñas y cascos de los miles y millares de ovejas, cabras, vacas, burros y mulas que, paulatinamente, en el discurrir de los siglos, lo fueron convirtiendo en calzada y vía pecuaria por antonomasia. Y no olvidemos la aportación de las abarcas, chancas, alpargatas, botas y primitivo tosco calzado de los correcaminos de a pie.

Hasta que llegó la modernidad, la industralización y la mecanización del campo. Y todo empezó a cambiar, para bien y para mal - subrayemos lo primero. El asfalto sepultó piedras, arenas, cantos rodados y barros. Y llegaron las bicicletas y las “amotos”. Y los coches, camiones y tractores. Cosechadoras y gigantescas excavadoras. Palas allanaterrenos y monstruos de ocho ruedas, “revientacaminos” y “trituracarreteras”. En suma, que los caminos los hacen y deshacen los humanos, secundados por las tormentas, los animales, los temporales, árboles y plantas. Pero, lo más atractivo de este camino de carros o de herradura - que ambas acepciones son válidas - y lo más apasionante de su historia, era el desfile diario y permanente - auténtica “pasarela de modelos” y variopinto espectáculo - de personajes que fueron transcribiendo su centenaria historia. Recordaré a su tiempo a tantos y tantos protagonistas - actores que animaban y daban vida a La Colina de Valmiguel, estación obligatoria de parada y mentidero para muchos de ellos. Me limitaré a una sucinta relación de nombres, sin orden ni concierto, con alguna pincelada caracterológica de algunos de ellos. Pretendo que sea cual “espejo al borde del camino”: “retrato de grupo” de unas gentes y una época fascinante, cuyo recuerdo conservo grabado amorosamente en mi álbum palaciego. Pero mejor será - porque se lo merecen - un capítulo a parte.