domingo, 24 de marzo de 2013

UN NUEVO INQUILINO EN LA COCINA Y UN REYEZUELO EN EL CORRAL

La infancia continúa en el hogar y en el recuerdo íntimo de la niñez

Ilustración de Irene Burgos, ©"iribú" 2013
Entre los animales domésticos la Gallina y el Gallo ocupaban un lugar preeminente en la vida cotidiana rural. La gallina marcaba el rumbo de las estaciones: la primera “puesta”, el primer huevo de las pollitas, preludiaba la cercanía de la primavera; y cuando la alicaída cresta palidecía e iniciaba el “cambio de pluma”, el otoño estaba a la vuelta de la esquina. El señor gallo, siempre jactancioso y presumiendo de su kirikí, servía de despertador en todo tiempo aunque, en ocasiones, confundía la media noche con la alborada. Siempre pavoneándose y capitaneando el harén en la calle, en la cortina o los corrales de los pueblos, aldeas y alquerías.

Tal era el protagonismo de nuestra pareja, que todos los corrales disponían de un albañal para que sus señorías saliesen y entrasen a discreción. La gallina – en menor escala el gallo – servían también de baremo social y económico: a más gallinas, mayor categoría. En las familias humildes su número no sobrepasaba la media docena- por falta de medios para su alimentación o de espacio para su hábitat. A pesar de la humilde aportación, las gallinitas servían de fuente de ingresos. Se solía decir que la gallina “ponedora” era la gallina de los “huevos de oro”. Porque tan valioso como el dorado metal eran estos productos ovalados de yema y clara, auténtica moneda de cambio. Como el dinero contante y sonante era rara avis en aquellos tiempos, exclusiva única de las clases pudientes, la gente más necesitada saldaba las numerosas deudas de la tienda con media docena de huevos, canjeando huevos por azúcar, aceite, arroz y otras materias primas.

¡Ah! Y has de saber, querido lector, que el consabido refrán: ”cuando seas padre comerás huevo”, se aplicaba a rajatabla en aquella sociedad machista. El huevecito frito se reservaba para el almuerzo del paterfamilias, con los “polluelos” a su alrededor, curiosos y expectantes, contemplando al patriarca-comensal, esperando poder untar una rebanadita de pan en la yema.

Mas, hablando de polluelos con plumas, centrémonos en la historieta de nuestro enunciado. El recuerdo y la nostalgia de algo tan entrañable que fue, magnifican, aún más, el “milagro” de la reproducción de la gallina, el papel maternal de esa madraza, conocida como “clueca”, que convivía durante varias semanas en pacífica armonía con la familia en la cocina.

Acurrucada debajo del escaño, en un cesto de mimbre o en un cajón de madera, y en su camita de pajas, era invitada curiosa, que al mismo tiempo que calentaba los huevos de los que un día asomarían sus hijuelos, observaba cuanto acontecía y se cocía cerca del fuego, sufriendo, y disfrutando a la par, la rutina del diario acontecer doméstico.

Ésta invitada a mesa y alcoba era centro de atenciones de toda la familia. Había que darle de comer y beber dos veces al día, y cuidar diariamente de su aseo y limpieza personal. Sus labores profesionales las ejecutaba hábil y habilidosamente, pues, el proceso de incubación exigía conocimientos y prácticas que solamente una gallina con experiencia sabía ejercer a la perfección. Bien dice el refrán: ”la gallina nueva… ponedora y la vieja… incubadora”. Pues, son muy pocos los que saben que los huevos, para incubarse, precisan una temperatura de 33º aproximadamente. Y menos son todavía los que saben localizar las plumas del pecho, donde se encuentra la zona de incubación por la afluencia de sangre y el consiguiente aumento de temperatura. Con su instinto reproductor, la clueca voltea periódicamente los huevos con el pico acercándolos o alejándolos de su pecho, para que todos disfruten de la adecuada temperatura. Su trabajo de incubadora no es siempre perfecto. Rara es la vez que no queda algún huevo huero. Aunque la culpa no es en realidad siempre suya, sino del jefecillo reproductor de la tribu.

El proceso de incubación dura unas tres semanas. Cumplido el plazo toda la familia estaba pendiente de la rotura del cascarón, de la aparición del tierno piquito tras el pregón del primer ¡piopío! La presencia de cada uno de los “velloncitos de oro”, de la bolita de pelusa amarilla con los tiernos ojuelos inquisitivos, era celebrada con júbilo y alborozo por los pequeños de la casa. Había que protegerlos del frío y la intemperie. De esto se encargaba la celosa mamá escondiéndolos amorosamente bajo sus alas, de las que de vez en cuando asomaba una tierna y curiosona cabecita. Compartían hábitat con la familia hasta que la soleada primavera y el templado corral les daban la bienvenida en su primera salida a la libertad.

Hasta entonces, la cuidadosa progenitora los iba introduciendo afablemente en grupitos en la práctica diaria de la auto-alimentación e independencia. Entrañable, y siempreviva, permanece en mi memoria la escena de la diligente madrecita guiando a su prole en la calle en amorosa procesión, en espaciadas estaciones, deteniéndose a picotear un grano, una yerbezuela o unas arenillas o escarbando con sus patitas en hábil y elegante destreza en búsqueda de maná, acudiendo en tropel la cuadrilla de avispados discipulillos a quitárselo del pico. ¡Y mientras la clueca ejercía a las mil maravillas el maternal papel de educadora, el papá gallo pasaba olímpica y fanfarronamente de la peripecia de la incubación, la alimentación y adiestramiento de la prole.

La mecanización ha acabado con la función procreadora de la gallina, con su hábitat, y lo que tanto es de lamentar, con la compañía y la alegre tonadilla consiguiente a la puesta de un huevo (car-car-car- poner), de esta fiel, simpática y complaciente compañera del hombre.

Horror y tristeza me produce la simple mención de los actuales pseudo-gallineros, eufemísticamente denominados “granjas avícolas”. Recomiendo no visitar esas inmensas naves desangeladas, en pleno campo, donde miles de sufridoras ponedoras malviven prisioneras en minúsculas jaulas, sin apenas superficie donde acurrucarse, en algarabía infernal y cacareo ensordecedor, en días sin noche con luz artificial. En calor asfixiante y nauseabundo pestilencia.

Liberémonos de tan angustiosas situaciones pasando página. Salgamos al horizonte de cielo azul. Respiremos el aire puro de la naturaleza incontaminada y disfrutemos con el recuerdo y compañía de esos “personajillos” ancestrales y de esas remotas escenas rurales y esas emociones infantiles desaparecidas con el desarrollo pero, inmortalizadas con la genial, fantástica, laboriosa y excepcional estampa de nuestra Irene.

lunes, 18 de marzo de 2013

Historia de una Colina con grandeza de Montaña

Desde el Cerro

La historia de un chalet, bautizado según placa ilustrativa en su fachada “Colina de Valmiguel”, es una maravillosa y larga, larguísima historia, que, como la de Michael Ende, merece el calificativo de interminable.

La colina antes de su metamorfosis
Expuesta a los cuatro vientos y a las veleidades e inclemencias del tiempo, gélida en invierno y tórrida en verano, excelente otoñada y vergel en primaveras, surgía, hace más de medio siglo, perdida en una colina, una casa. De blanca y resplandeciente fachada, largo y llamativo tejado rojizo, que ni era chalet ni casa de campo, pues tal rango no alcanzaba, pero que con el tiempo se fue convirtiendo en nido vacacional de una familia y en lugar de acogida y bienvenida de propios y extraños.

La Colina, familiarmente así apodada, me recuerda siempre a muchas personas y a muchísimas vivencias. Como que es el mayor baúl de mis recuerdos. Más todavía. Es un arca más grande que la de su pasillo. Casi un arca como la de Noé en la que todo cabe: casa, bodega y garaje, pozos y casetas, pinos, encinas y frutales, besana y sembrado. La Colina es, además, un recuerdo largo y permanente. Largo y ancho como el horizonte que la envuelve y rodea: largo como un río, me ha acompañado durante más de media vida.

Superando el medio siglo: tantos momentos, horas, días y años, tantas realidades y tantos sueños con nuestras hijas y consortes, con nuestras nietas y nietos, con familiares y amistades. Retahílas y desfiles interminables de tías/os, primas/os, sobrinas/os, Herreradas y Pedrazadas... Amigos a mansalva: españoles y extranjeros. Interminables sobremesas y veladas nocturnas. Siempre la música por compañera. Todos los veranos en el recuerdo. Todas las vendimias y “espitaos”, casi todas las vacaciones: de Navidad y de Semana Santa, todos los puentes y acueductos del calendario: el Pilar, Los Santos, la Purísima y la Constitución, San José, el Dos de Mayo, San Isidro…

Colina significa también refugio en las escapadas de la urbe, respiro y descanso, espacio donde aspirar a pulmón pleno, gozar en directo de las caricias del sol, de la brisa del campo, de la lluvia, del azul del cielo y de los rosados atardeceres; del deleite y contemplación de horizontes cercanos bordeados de pinos y robledales, de trigales, encinares y jarales; y de las lejanías: grises y azuladas estribaciones de Gredos, serranías de Béjar y de La Peña de Francia.

El abuelito Clemente en los prolegómenos del vergel
Fantasía humana alguna podría imaginarse semejante metamorfosis. Una insinuante ladera tortuosa, un secarral de 9.000 pesetas, ¡qué dispendio, qué locura! En veranos y tiempos de sequía reducida, según testifica el día de la elección de la ubicación, a un pequeño terreno sembrado de raquíticas algarrobas en el bajo colindante a la carretera (aún sin asfaltar), cosecha de Daniel Herrero, convertida por obra, amor y celo de una familia entera, y colaboración de casi medio pueblo de Palacios, en una de las salidas y paisajes más hermosos del pueblo. Oportunamente aparecerá relación de colaboradores y reportaje gráfico sobre la historia de La Colina.

Su romántico amanecer, génesis, nacimiento de tan valioso “monumento” bien es que versos merezca:

DESDE EL CERRO

Los trigales eclipsaba
el amarillo amoroso
de tu vestido de fiesta.

El día de Sanjuanico
de un caluroso verano,
a la hora de la siesta
por la Cruz de la Calzada
trazando planos y planes,
camina joven pareja.

Las manos entrelazadas,
paso a paso transitando
el cordel de la Izcalina,
a la sombra de una encina
 en el borde del camino,
 parada del coche antaño,
en el aire castillos alzaron
donde sus hijas pudieran,
a sus anchas campeando,
en armonía -interior y exterior-
y vivir y convivir con la tierra…
y en el campo.

De vistas y paisaje prendados,
del altozano en el cerro
Santa Lucía apodado,
 desde donde se divisan las primeras 
casas del pueblo allá abajo,
eligieron como espacio, que
nunca sueños soñaron,
largo rectángulo baldío,
después del cruce, 
el camino de los huertos bordeando.
Y aunque a paradoja suene,
 el lugar no es ni colina ni valle,
 ni Sta. Lucía ermita,
ni de migueles con valle
memoria alguna se tiene.
De Valmiguel La Colina
obra romántica fue
de familia precursora
de Algorta y Frankfurt llegada;  
albergue de paz y amistad,
verde resurgir de un pueblo,
moderno alborear de una comarca.