domingo, 13 de mayo de 2012

JARDINERO DE FAMILIA



Mis amigas las flores y las plantas


"El hombre que plantaba árboles", Jean Giono. Dedicatoria al Opa: "Para el Opa, el hombre que plantaba más que árboles y que sigue plantándolos" (Antje + fam.)

Ignoro si tendrán algo que ver jardín y plantas con genes. O viceversa. Lo que sí es cierto es que el jardín, desde siempre, ha estado vinculado a nuestra familia y ha sido cual icono de tradición familiar. Tanto por línea materna como paterna, la de Palmira y la mía, la de nuestras hijas,  nietos y nietas, hermanas/os, sobrinas/os, el jardín, las flores y las plantas han estado siempre en primer capítulo de calendario. A la entrada y/o a la salida de todo. Al entrar o salir de casa obligatoriamente había que entrar o salir por el jardín.
           
Desde Carrascal a Palacios, desde Salamanca a Frankfurt/Unterliederbach, desde Bilbao (Comercial de Deusto) a Madrid (Jardines de Letras), desde Madrid a Leeds, desde Algorta a Majadahonda, desde Cabanillas del Campo a Las Rozas o las Matas, desde la c/ La Fuente a La Colina de Valmiguel, siempre hemos tenido las flores, las plantas, arbustos y árboles como compañeros o comparsas fieles e inseparables: caudal de belleza inagotable, protagonistas de vivencias inolvidables. Reza un sabio proverbio anónimo al respecto:

         ¡El jardín es un mundo, y el mundo es otro desde el jardín!

A tal grado ascendió mi pasión y devoción por la floricultura y horticultura que, con los años, acabé convirtiéndome en jardinero vitalicio, hortelano y asesor solicitadísimo de familiares y amigos. Precisamente estando redactando este capítulo me telefoneaba, alarmada, una amiga, pidiendo auxilio para los primeros tomates de su terraza que se abrían y no maduraban, su adelfa mustia que no crecía, su raquítico lilo que no florecía y sus melocotones que no maduraban. 

Los orígenes de esta debilidad se remontan, como todo buen principio, a los remotos años de la infancia. Todo comenzó a los 10 años. En una borrascosa noche del invierno del 36. A consecuencias del fuerte viento y de la incesante lluvia de un prolongado temporal, la cumbre(1) de la casa del herrero de Carrascal se vino una noche abajo. No hay mal que por bien no venga. La casona centenaria sufriría restauración y reforma importantes: modernización y blanqueo de fachada, imagen más moderna y luminosa. Con la caída del muro principal desapareció la habitación de huéspedes de la casa cural y un enorme y altísimo portalón- gran pérdida para el rapazuelo obsesionado por los nidos de golondrina que poblaban su viga maestra. También desapareció el pequeño palomar del “sobrao” con la repisa de madera y los dos cuadrados agujeros de entrada y salida de las palomas.        

Las ganancias, sin embargo, superarían a las pérdidas. La tradicional, oscura y lóbrega cocina típica de aldea, con chimenea de campana, se abría al exterior con una amplia, ventana que daba al naciente jardín en el espacio de la habitación eliminada desde la que se oteaba “ el tráfico” y bullicio de la calle principal y el campanario de espadaña de la iglesia con el atractivo nido de la fiel cigüeña.

Jardines de antaño
Las reducidas y ridículas dimensiones del jardincito no fueron impedimento para que el círculo central lo ocupase un ciruelo de abundantes y hermosas flores en primavera y escasos y mediocres frutos en otoño. Su existencia fue limitada, pero perpetuada en la foto a derecha, de histórico e incalculable valor.

Los primeros jardineros fueron mis hermanos mayores- Aurora y Luciano. Mi hermana vería colmados sus sueños florales y hortícolas con su Aldeatejada querida. Mi hermano y su esposa Chon pusieron broche de oro a sus aficiones florales regalándonos, antes de su éxodo a Bilbao, las dos adelfas que embellecían el jardín familiar. Una de ellas, la rosa doble, pervive todavía estoicamente en el rústico jardín de La Colina. Semiescondida tras la forsitia de la fachada sur florece todavía escoltando la artesanal placa que luce el nombre de La Colina.

Solamente un poso queda del primer jardín. Del Carrascal de aquellos años continúan floreciendo en el invernadero de mi memoria: los alhelíes perfumados de tonos amarillos, rosa y blancos, las espuelas de caballero rosa, moradas y azules, los dondiego también multicolores, la pluma de santateresa con sus margaritas pequeñas, algunas humildes dalias, la malva real, y… pare usted de contar. Unas matitas de perejil y que nunca faltase la aromática hierbabuena, imprescindible para el cocido nuestro de cada día. Me dejaba en el tintero mis idolatradas…¡ las blancas y perfumadas azucenas con sus estambres amarillos!

La escasez de riego no daba para más que un par de raquíticos rosalillos y una tupida trepadora colgante hacia la calle, fuente más de suciedad que de flores. Recordaré una vez más, que el agua corriente tardaría todavía décadas en llegar a Carrascal. El cántaro de barro a la cadera, al hombro o a la cabeza, la pesada herrada de cinc o el borriquillo con las aguaderas, eran el sistema de suministro corriente. El pozo o la fuente eran los únicos surtidores de abastecimiento – ésta última a un km. del pueblo - y en el tórrido verano, cuando arreciaba la calor y el pozo se agotaba, las sufridoras flores y plantas tenían que contentarse con las tormentas, el primitivo "riego de arriba".
        
El jardín de antaño, hogaño
El humilde y rústico jardinillo sería el primer escalón de una larga y empinada escalera. Fue el primer paso en un continuo e incesante disfrutar entre jardines propios y ajenos, terrazas, arriates y balconadas. El contacto permanente con los colores y olores del campo, con la luz del paisaje y el verdor de la naturaleza, fue incrementándose con los años y la experiencia, con mi labor pionera y entusiasta en esa pléyade de floridas y verdes parcelitas que fueron configurando mi "profesión de jardinero". Ofrecer relación y descripción de cada una de ellas, convertiría este apartado en un monótono manual de jardinería. De la mayoría de ellos reseñaré el recuerdo más destacado en el próximo capítulo. Finalizaré esta primera parte añorando los jardines de la tía Irene(2) de Zarapicos por ser los de mayor belleza, magnitud y prestancia. Inolvidable, grabado en mi recuerdo, se yergue todavía el gigantesco árbol del paraíso extendiendo sus grisáceas ramas y la fragancia de sus flores por toda la plaza. En la procesión del Corpus, el día del Señor - fiesta señalada en Zarapicos - la tía Irene se encargaba de alfombrar y perfumar el recorrido del cortejo festivo procesional con pétalos de rosas, celindas, romero, hinojo e infinidad de flores y plantas de su jardín. Desde entonces, el árbol del paraíso y las celindas continúan siendo mi perfume favorito. Para mi fantasía infantil, oteados hoy desde la perspectiva de anciano, fueron ellos algo así como el paraíso terrenal o los jardines colgantes de Babilonia o los insuperables de la isla de Mainau, en el lago Constanza. Pero prioridad merecen y están llamando a la puerta de capítulo propio… "Los jardines de familia".


(1) En Salamanca término ambiguo (m.-f.) para designar en edificaciones rurales el muro más alto.
(2) Tía abuela lejana.

domingo, 6 de mayo de 2012

¡AL FIN LLEGÓ EL DÍA TÁN SOÑADO!


EL DÍA DE LA  BODA

Como en todos los grandes festejos y solemnidades la celebración suele comenzar las vísperas: llegada de forasteros e invitados, retoques en vestuario y estética, últimos detalles y preparativos nupciales. Y centrándonos en el caso que nos ocupa: último paseo en solitario de los novios y despedida de soltero del protagonista. La novia, al no haber conseguido todavía la mujer la igualdad de sexos, tuvo que contentarse con esperar nerviosa, pero ilusionada, el amanecer del día tan soñado.

El último y memorable paseo de solteros, Cabarrús arriba, bordeando la cerca de la huerta de las Salesas y la plaza de toros, fronteriza al campo, donde la ciudad perdía su nombre, fue “brevesito” y testimonial, como exigían costumbres y circunstancias. Unos besitos y un abrazo de despedida.

Otro cantar fue la despedida de soltero. El día de nuestra boda – la de Palmira y la mía – amaneció excesivamente temprano para  el dormilón del contrayente. Aquel 2 de Agosto de 1956 el alba se anunció apenas acostado el novio, quien fue víctima de una de las tradiciones de la época. La broma consistía en raptar al novio y llevárselo de copas hasta las tantas de la madrugada. Causantes del estropicio: Emilio, el hermano de la novia, su primo Virgilio, llegado de Sevilla, mi primo Benjamín y pandilla de Cabarrús, Pepe Regalado y el otro Pepe, Pepe Mediero, su amigo del alma, entre los más señalados. Para acabar de rematar la fiesta, la inquisitorial normativa del catecismo antediluviano del Padre Astete dictaba ir a comulgar en ayunas: "sin haber comido ni bebido cosa alguna desde las doce de la noche en adelante". Como la solemnidad religiosa solía celebrarse a las doce, los pretendientes tenían que ir a comulgar a primera hora de la mañana para evitar posibles desmayos en el momento de la ceremonia.

Ese día el alba se equivocó de horario y amaneció antes de lo reglamentario. El novio, entre la trasnochada y el nerviosismo, apenas pegó el ojo. La celebración se celebraría en la iglesia del Carmen de la Plazuela los Bandos. La mañana estaba fresquita en consonancia con el mes de “el frío al rostro”. Apacible y luminosa. Los últimos  vencejos se despedían en cortejo de su temporada veraniega. La plaza olía a riego tempranero, a flores y rosas de temporada.  En el aire se respiraban ambiente festivo, amores nupciales y ensueños maduros. El recuerdo retorna con tonos vivos. La novia llegaba exultante. De largo y blanco tocada de azul. ”Blanca y radiante” como rezaba la canción popular. Puntual – caso infrecuente en el gremio. El novio de media etiqueta: chaqueta negra y corbata y pantalón gris a rayas, como muestra alguna de las fotografías del acto. Los invitados, de gala y de estreno, según prescribían los cánones: atuendos alegres, festivos y espectaculares. Festival de sonrisas, esperanzas, reencuentros y colores.

La ceremonia religiosa resultó normal y sencilla. En consonancia con la iglesia anodina de mediados del siglo XX. Párroco desconocido y mayor y en edad de jubilación. Ni acordes de órgano, ni música de ninguna clase. Sin lecturas, ni palabras de familiares o contrayentes. Sin olor a cirios ni aromas de flores, incienso o solemnidad. Suple esas frías deficiencias el pensar, simplemente, cómo la habrían organizado hoy mis hijas y yernos, mis nietas/os, mis sobrinas/os, todos ellos tan musicales, coristas e intérpretes, polifacéticos y polifónicos. Quiero llamar la atención sobre la internacionalidad y multiculturalidad del acto:  en imágenes de archivo aparece un  joven, devoto y ensimismado, que fue uno de mis alumnos del Instituto Goethe de Frankfurt, quien circunstancialmente pasaba un par de días en Salamanca.

 La asistencia no fue multitudinaria como solía ser lo habitual en aquellos, y en los sucesivos tiempos. No ascendía, ni con mucho, al centenar. Sin presumir de progresía, ya entonces no compartíamos el gusto por esas celebraciones ostentosas. Enemigos también de la oficialidad de fotógrafos, nos horrorizaban las horrendas y carísimas fotos de estudio. Pero en este tema tuvimos que entrar por el aro. El mejor recuerdo de la ceremonia religiosa y el que, con tonos más vivos, pervive en nuestro álbum de bodas, es la alegría y cordialidad de los invitados más próximos y por supuesto la alegría de los contrayentes al momento de estampar la firma, como demuestran algunas de las fotografías.

El “Banquete” fue de segunda. En el Regio de la Plaza Mayor. La “high society” celebraba el fausto acontecimiento en los jardines y salones de lujo del Hotel  Regio en la carretera de Madrid. Como mi memoria culinaria y mis intereses gastronómicos distan de ser excelentes (no suelo recordar ni  la cena de la noche última), no puedo recordar el menú del banquete. Solamente puedo referir que no debieron faltar los mariscos, ni un plato de carne y otro de pescado como exigía el guión. Debió ser de beneplácito general, según muestra el semblante satisfactorio de los novios en foto del balcón del restaurante, con la Plaza Mayor como testigo.

También pintoresco resultó el tradicional momento final del Respigo (1) y el desfile de los invitados por la mesa de los novios. Como la pareja de recién casados iba a residir en Alemania, sin vivienda o domicilio fijos, la ofrenda solía ser dineraria.  Me falla la memoria a la hora de recordar el montante de la ofrenda. Las finanzas no han sido nunca mi plato fuerte.

Una lamparita, sin embargo, continúa resplandeciente en la noche de los tiempos. No pudo faltar “El baile de la Boda” en uno de los reputados salones de baile salmantinos, el Moderno que, en honor a la verdad,  tenía de todo menos de modernidad. Pero insustituible en el protocolo de los festejos nupciales. Los novios, ninguno de los dos expertos bailones, cumplieron a la perfección con el protocolo, marcándose el inicial vals de rigor. El resto fue continuidad de plácemes y parabienes y flecos del tradicional mencionado respigo.

Una vez caldeado el ambiente y animada la fiesta, la” parejita”, haciéndose los suecos, inadvertidamente, hizo mutis por el foro y en el taxi que esperaba a la puerta del local, enfiló veloz a  refugiarse en la calle Fray Luis de Granada, en la casa de Aurora y Delfín. Un breve respiro, el suficiente para cambiar la vestimenta de ceremonia por la ropa de calle, y con una maleta de fin de semana, emprendió el taxi el “Viaje de Novios” más insólito  y extravagante  de su carrera. No tomaría el habitual rumbo a aeropuertos o estaciones internacionales de ferrocarril,  generalizado punto de partida de “Lunas de Miel”.

Todo dispuesto y ordenado por el cuñado Nacho, el coche, con los dos tortolicos arrullándose en los asientos traseros, tomó rumbo a la sierra salmantina, cruzando, por carretera provincial, dehesas de sombríos encinares hábitat de ganaderías charras de toros bravos. El viaje se hizo muy corto. A la caída de la luz, cada vez más tenue del sol poniente, arribaba la feliz pareja - ¡al fin solos y juntitos para siempre! – al lugar más original, insospechado e imprevisto para una “Luna de Miel”. Si algún lector curiosillo quisiera localizarlo en el mapa, le recomiendo que no deje de leer el próximo capítulo  sobre la luna de miel.
  

(1) Respigo (salmantinismo) era el desfile de los invitados por la mesa de novios, padres y padrinos, aportando cada uno su regalito o aportación en metálico. Costumbre que ha ido evolucionando y que fue sustituida, en algunos casos, por la “lista de bodas” en seleccionadas tiendas de regalos.