lunes, 27 de febrero de 2012

E S T U D I O S III : Estudios de Magisterio

La Práctica hace al maestro                                                                                         

El presente capítulo, el tercero del ciclo, bien podría caber en página y media. No solo por tratarse de uno de los episodios más breves de mis Estudios, si no por la celeridad y singularidad de los mismos. Podríamos catalogarlo de otro retal más al peso en mi acelerado proceso curricular. La brevedad está por lo tanto justificada. "Lo bueno si breve dos veces bueno". No fue heroicidad ni insólita proeza aprobar de una tacada estudios de dos años en uno. Pero no le faltó transcendencia ni le sobró repercusión.

Hospedería del Colegio Anaya (Foto: MªJosé Herrero)

Debo aclarar que, en aquellos tiempos, se podía acceder al título de Maestro Nacional por vías diversas y por planes distintos: Título de Bachiller Superior (7 años) mas dos años en la Escuela de Magisterio, o título de Bachiller Elemental (4 años) mas otros tres en la también conocida como "La Normal" o Escuela de Magisterio. También estos estudios podían realizarse por enseñanza libre. Y como acabo de presumir más arriba, yo acometí en solitario la brava odisea de aprobar los dos cursos en una sola convocatoria. Como anécdota marginal - paradojas de la vida - en una de las aulas donde me examiné de magisterio tendría lugar, casi 30 años después, mi "oposición" a una plaza de Germanística de la Universidad Complutense. Mas aún, la histórica Hospedería del antiguo Colegio Anaya, es hoy sede del Departamento de Filología Alemana, donde soy siempre recibido afectuosamente como uno más de la casa en mis reapariciones por Salamanca (v. foto), quizás debido, sencillamente, a la amistad que siempre me ha unido a Feliciano (+) y Manolo Montesinos, su actual director. Pero retornemos a mi formación pedagógica.


Esta vez la academia preparatoria - ¡vivir para verlo! - fue la escuela de mi Carrascal. Autodidactismo puro y duro. La escuela de la vida. La experiencia, la madre de la ciencia. El manual más preciado de Pedagogía. "Prácticas de Enseñanza"- así se denominaba una de las asignaturas del plan de estudios.

Una meritoria ayuda encontré en la maestra de turno. La primera propietaria, después de ininterrumpidos años de interinidades. Hortensia Sánchez era su nombre. Mujer de una valentía y arranque impropios de una mujer de su época. Solamente en los meses crudos del invierno residía en Carrascal: en la casa del maestro, primer piso del edificio escolar. El resto del curso acudía  diariamente desde Almenara, atravesando el Tormes con una barquichuela de remos. Mas, cuando el temporal arreciaba o el Tormes se enfurecía, y la barquichuela  peligraba con marchar a la deriva, transcurrida la media hora de espera concertada y ver que la maestra no llegaba, era Manolo, el estudiante de magisterio, el encargado  de abrir la escuela y dirigir la jauría  infantil, entusiasmada con el sustituto de turno. 

Pero no fue esta la única "práctica obligatoria". Al segundo curso de su estancia en Carrascal, la maestra propietaria pidió permiso por alumbramiento y… otra vez retorno a las interinidades. No hay, sin embargo,  mal que por bien no venga. Me cupo la gran suerte de sustituir a la sustituta. La escuela "mixta" de Carrascal era plaza mixta, poco solicitada por la mala comunicación y el desamparo del pueblo. Estas circunstancias, y ciertos tejemanejes, otorgaron la interinidad a Isabel, la hija mayor del tío Belisario de San Pedro, quien, poco entusiasmada  con la docencia, me cedió trabajo y media soldada. ¡Dios me vino a ver en persona! Recuerdo inolvidable de alumnas/os entrañables que, algunos de ellos, medo siglo después, han revivido con agradecidas visitas, premio de  aquellas felices vivencias conjuntas. 

"La práctica hace al maestro": ¡toda la escuela para mí! Doña Hortensia, orientadora y responsable de "Mis prácticas de enseñanza", me trató como a un joven compañero más, poniendo a mi disposición toda la bibliografía y todo el material didáctico del que ella disponía. ¡Inmemoriales El Magisterio Español, Escuela Española y Lecciones de Cosas - de los que tantas cosas aprendí - y que  tan eficaz ayuda me prestaron para la preparación de las asignaturas de Historia de la Pedagogía, Didáctica, Metodología etc. Gracias a ellas fui desarrollando mi pasión por la poesía, el encanto de la infancia, el caudal de sus valores y la fascinación de la enseñanza.

Fascinación, caudal de experiencia y satisfacción añadidas,  fueron también mis "Clases nocturnas de Adultos" en Carrascal y San Pedro, y posteriormente en Vegas de Matute. El entusiasmo y contento con que una veintena de adolescentes y amiguetes, algunos ya entrados en años, esperaban, en las oscuros noches del duro invierno castellano, la llegada del joven maestro, para "hacer cuentas y problemas", dictados, lecturas y escrituras y lecciones de cultura general, fueron prácticas y experiencias inolvidables e impagables. Alguna que otra noche concluían en grupitos de ronda o brisca.

Mi futuro curvilíneo se tornaba línea recta. Aprendí que la enseñanza era mi profesión. Aprendí a poner cimientos sólidos al castillo de mi vida. Comencé una singladura que perdura aun después de jubilado. Aprender enseñando y enseñar aprendiendo. A todos los niveles y en todos los lugares, desde Carrascal a Madrid, pasando por Segovia (Vegas de Matute) hasta Frankfurt( Alemania). Enseñando, conferenciando, charlando, examinando. Dejando mis huellas, esparciendo ánimos y entusiasmo  en instituciones públicas y privadas de la geografía española y alemana: en Universidades, Institutos, Asociaciones y Centros Culturales de Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, Sevilla, Salamanca, Guadalajara, Ciudad Real … Frankfurt, Hamburgo, Munich, Wiesbaden, Kassel etc.

Como conclusión excepcional quiero que conste que aquellos años de retiro, en plena juventud, lamentados hasta hace bien poco como "años perdidos", juzgados ahora serenamente desde la inmensa distancia de la senectud, fueron años felices y positivos en aquellos rincones oscuros, hoy iluminados por el recuerdo y los agradecimientos. Como testimonio y broche de oro de cuanto antecede, sirvan de ejemplo las palabras - enmarcadas - de homenaje y gratitud del penúltimo curso, de mis alumnos de la Complutense, representados  por José Manuel Esteban, artista destacado de la pluma, lápiz y pincel, hoy profesor en la Universidad de Huelva.


miércoles, 15 de febrero de 2012

NOVIAZGO A LA ANTIGUA USANZA II

Viajes ”a ver la novia”: sobre dos ruedas o en cuatro patas
El novio ciclista
En aquellos tiempos, en el ámbito rural, motivado por la escasez de caminos y comunicaciones, las bodas y noviazgos, en la mayoría de los casos, tenían lugar entre jóvenes de la misma localidad. Algunos mozos, sin embargo -las mozas tenían que contentarse con “verlos venir”- caminaban en grupos a los pueblos vecinos en busca de compromiso. Una vez logrado el objetivo, venía una segunda parte: los domingos y festivos, comenzaba el periplo de“ a ver la novia”. Cada cual a su aire y en sus medios de transporte: a patita, en bicicleta (artilugio todavía de lujo), en burro o a caballo. Siempre pendientes del tiempo y de la estación del año: bicicleta en el buen tiempo -“las bicicletas son para el verano”- y caballito en invierno, cuando las vías de comunicación estaban intransitables.
Nuestro novio-protagonista lo tenía muy complicado. La distancia entre Carrascal y Palacios era distancia kilométrica casi insalvable. Había que cruzar el fronterizo Tormes y peregrinar por numerosas dehesas de encinares y ganaderías, transitar por caminos de carros, a veces estrechos senderos de cabras, por pendientes y escaladas escabrosas, entre jaras, zarzales y carrascas. Pero como el amor y la fe mueven montañas y allanan caminos, con la ayuda inestimable de una vieja bicicleta y del fiel amigo el caballo, el viajecito de ida a ver la novia era colorida y oriental alfombra de rosas. El de vuelta era harina de otro costal, según metáfora de antaño.
Viajes de Ida y Vuelta
Estas idas y venidas, vueltas y revueltas venturosas y aventureras no duraron, sin embargo, mucho tiempo. Un par de escasos años. La novia, listeja ella, aprobadas las oposiciones a Magisterio con 21 años, fue destinada en propiedad a lejanas tierras zamoranas, próximas a Benavente, al apartado pueblecillo de San Pedro de Zamudia. Inesperadamente las distancias se agrandaron y las visitas se espaciaron. Y si esto aún era poco, las nuevas circunstancias se agravaron otro par de años, situando a nuestra pareja "al uno en Francia y a la otra en Aragón". Nuestro amante-sufridor comenzaba también su actividad pedagógica como maestro interino en Vegas de Matute (Segovia) a orillas del río Moros y a la caída de la Mujer Muerta, primeras cimas del sur del Guadarrama. 
Sin embargo, de esta etapa, hay que registrar un “paso de gigante” memorable en nuestra noviazgo. Los enamorados, partiendo en cierta ocasión la distancia, concertaron una cita en Zamora. La patrona de la novia, conocida de su familia, cumplió meticulosamente con las funciones de anfitriona y vigilante de turno. Pero la progresía alcanzó ya tal magnitud que Palmira me acompañó hasta la estación del tren despidiéndome con un par de besos y un abrazo. El tren enfiló mas bien que dirección Valladolid –Segovia, vía del séptimo cielo.
Tampoco mejoró la situación en los años sucesivos, al emprender el novio la aventura de los Estudios de Letras, asentándose durante unos años en Salamanca. Y si no quieres caldo…nuestro estudiante consiguió el último año de carrera un trabajito en Franktfurt: ¡corrector? de español del “Manual de Instrucciones de la AEG”. Aunque, en este caso encaja como anillo al dedo el dicho de que no hay mal que por bien no venga. Terminada la carrera, Frankfurt, salvavidas permanente en mis andanadas, me brindaba una tabla de salvación redentora : una plaza oficial por un año como asistente de español en la Götheschule frankfurtense. La ciudad del Main, cuna de Goethe, se convertiría en etapa reina de nuestro noviazgo, con final de etapa en la Iglesia del Carmen de Salamanca.
Pero este relato resultaría monótono y carente de interés sin la narración de algunas de las aventurillas, hazañas o desventuras testimoniales del entreacto, con ribetes de sainete, en esta humana tragicomedia.
Viajes sobre cuatro patas
Cruzábamos el pueblo erguidos y majestuosos como el espejo-plaza sale al coso taurino. Radiantes de alegría, por la empinada cuesta del camino de Torrecilla, dejábamos atrás las últimas casas de Carrascal. Alcanzábamos, soñadores y canturreando, una pequeña altiplanicie de cereales que engarzaba con los encinares de las próximas dehesas, desde donde disfrutábamos de una amplia panorámica. En la lejanía los poblados de Almenara y Juzbado. Caballo y caballero disfrutando campiñas vírgenes despobladas. Silencios y soledades. Acompañantes de excepción el murmullo de un arroyuelo o el trino de algún pajarillo. El viaje de vuelta de Palacios era agradable y placentero en unos casos, penoso y aterrador en otros. Dependía de las estaciones del año. En verano -casi a media noche- con temperatura tibia, la luna y las estrellas, fieles luminarias, en lo alto y el espectáculo insuperable del estival cielo castellano: las nubes y la luna jugando al escondite, todo era silencio y paz en los encinares de las dehesas. Acompañado del recuerdo de las dulces vivencias y sentimientos amorosos, los obstáculos eran minúsculos. La odisea comenzaba y se agrandaba en las eternas, oscuras, borrascosas y gélidas noches del invierno de la meseta. Mientras cabalgaba, embozado en una manta hasta las orejas, siempre sigiloso, presa del miedo, mi fantasía galopaba enfermiza intuyendo escenas trágicas de sagas truculentas de ladrones, forajidos y salteadores de caminos. A veces entretejía monstruos en las nubes que pasaban, tras los troncos y sombras de las umbrosas encinas.
A continuación relataré alguno de estos memorables episodios, parodia de aquellos asaltos cinematográficos a las diligencias en los cañones del Colorado. 
Que parece un cuento de “salteadores y cuatreros”
La primera de estas escenas de fantasmas y ladrones ocurría en una estrecha calleja, superada la dehesa de Espino. Camino de San Pelayo. El camino de carros se estrechaba al cruzar unos cercados semiabandonados, bordeados de tupidos y añosos zarzales, y tapizado de pedruscos y peñascos desgastados por el uso y el tiempo. Las sagas populares calificaban el lugar de escenario de asaltos y robos a transeúntes y cabalgaduras. El cuadro en mi fantasía era surrealista: los ladrones, escondidos entre la maleza cortaban el camino con una gruesa soga, sujetaban y se llevaban el caballo, robaban amordazaban y maniataban al indefenso inocente y lo dejaban tendido y abandonado al amparo de la noche y la oscuridad. Había una comunicación tácita entre jinete y cabalgadura. No precisaba ni movimientos ni palabras. Mi caballo, a través del contacto de mis piernas con su piel, adivinaba mis fantasías y sensaciones. Presagiaba el peligro a media legua de distancia. Con resoplidos, cabeceos y orejas empinadas anunciaba el comienzo de la movida. Veloz emprendía un galope, soltando literalmente chispas con sus herraduras sobre los peñascos y pedruscos, ininterrumpido hasta sentir que el amo había recuperado la tranquilidad y calma.
Fantasmas en la oscuridad
“¡Mi jaca galopa y corta el viento!"
Otra historieta, con más ribetes de fantástica, pero que fue realidad, aunque no lo parezca. Escenario totalmente contrapuesto al anterior: fértil meseta entre San Pelayo y Juzbado. Llanura de barbechos y sembrados. Horizontes lejanos a la luz del día. Ni un solo árbol que lo ensombreciera. Azotada por las borrascas de poniente y el cierzo burgalés norteño. El frío y la oscuridad señorío de la noche. En la estación más fría del año. Entre Navidad y Reyes. Noche oscura como boca de lobo. Hora alta y temperatura muy baja. Embozado, como siempre, hasta la coronilla cabalgaba el novio luchando entre los consabidos miedos y los dulces y hermosos pensamientos del paseo y la compañía de la novia. Adormilado con el sopor y el recuerdo perpetuado con el perfume de la amada. El caballo llevaba algún tiempo mostrando signos de alarma: continuos resoplidos y orejas empinadas. De repente, a dos pasos de su hocico, dos lucecillas como luciérnagas a destiempo y dos bultos inmóviles emergen, cual estatuas fantasmagóricas, mudas cortando el paso del camino. Alarmado y sin aliento, instintivamente tiré de la rienda derecha del freno y el caballo, bruscamente, hizo un giro galopando dificultosamente por los barbechos encharcados hundiéndose peligrosamente hasta la barriga. Cuando el instinto del animal se sintió alejado del peligro, retornó sereno y triunfador, embadurnado hasta los estribos, al camino de regreso con un trote tranquilo y consolador. El pánico había desaparecido.
En la lejanía aparecían, mortecinas y aliviadoras, las luces de las primeras casas de Juzbado. El jinete recuperó el aliento y a media voz, canturreaba: “¡Mi jaca galopa y corta el viento!” Anhelantes cruzamos el río respirando profundo y hondo al pisar tierra conocida en el caserío de La Narra. Nunca nada más se supo de aquellos dos “bandidos” fantasmagóricos en una cerrada y tenebrosa noche invernal de meseta castellana. La interpretación más cercana a la realidad afirma que la tal aparición pudo muy bien tratarse del habitual regreso a su puesto de trabajo, de una cansina pareja de criados o jornaleros, fumadores en acción.
Viajes sobre 2 ruedas
Los viajes “a ver la novia” en bicicleta, o sobre dos ruedas, no siempre marchaban sobre las susodichas. La comodidad y compañía del cuatro-patas eran insuperables. Por añadidura, el moderno medio de locomoción de la “bici”se encontraba todavía en vías de desarrollo. Nuestra bicicleta -la de mi hermano y la mía- carecía de marca, como si hubiera sido fabricada en Taiwan. Su procedencia era desconocida. No era una BH. Los frenos raramente funcionaban a la par. Cuando no fallaba el manillar o el cable de uno, faltaba alguna de las zapatas del otro. Casi siempre había que recurrir al zapato o la alpargata como último recurso. Gracias que no existían los guardabarros como podrá ver el lector en la foto del “novio ciclista”. Los pinchazos también estaban a la orden del día. Y raro era el viaje que por hache o por pe no había que cambiar los papeles: el señor por el siervo, el sillín por la espalda. El cazador era cazado. Cuando no reventaba la llanta lo hacia el neumático. La bomba del aire sufría la sobrecarga y no funcionaba cuando más se necesitaba. El parcheo de los pinchazos era técnica consabida. Un viaje sin avería era como pedir peras al olmo. 
Pero vayamos de una vez al grano y demos paso a algunas de las aventurillas sobre ruedas o con la bicicleta al hombro o de la mano. Si las odiseas ecuestres solían ser nocturnas, las de “bici”no diferenciaban entre el día y la noche: lo mismo podían fraguarse a pleno día, con el sol en el cenit, que con la luna en plenilunio. Una de las más memorables fue la de...
Las vacas bravas de Cañedo
La dehesa o alquería de Cañedo ocupaba el epicentro del recorrido. Había que cruzarla en su totalidad. De sur a norte o de norte a sur. Famosa hoy día por la polémica “nuclear de Juzbado”, lo era entonces por la ganadería de las vacas bravas. Situada en lo alto de una leve colina, como a doscientos metros del camino, la vigilaban unos perrazos, guardianes amedrentadores. Al más leve ruido en las cercanías, se desperezaban e iniciaban un concierto nocturno que hacía temblar hasta los luceros. Raras veces bajaban hasta el camino a saludar a mi caballo. La bicicleta, más silenciosa, pasaba con frecuencia desapercibida. No así las terroríficas pernoctadoras del camino: las moruchas o vacas bravas que tenían la malsana y peregrina costumbre de ir a dormir con sus pequeñitas crías en las finas y cálidas arenillas del transitado paraje. Al acercárseles el caballo-erguido e impasible- se levantaban sorprendidas, y veloces se alejaban dejando la vía expedita. Su reacción era totalmente diferente cuando se acercaba el novio-ciclista: se erguían raudas como una exhalación y se plantaban curiosonas y desafiantes a ambos lados del camino. El ciclista cerraba los ojos para evitar el alucinante espectáculo. El pánico no pasaba de susto mayúsculo. Sin embargo, la fantasía continuaba tejiendo y destejiendo escenas macabras dictadas por mentes populares, creadoras de sagas y leyendas.
Y bastan ya batallitas tan trasnochadas. Colorín colorado…¡nunca final de capítulo ha sido tan esperado!

sábado, 4 de febrero de 2012

NOVIAZGO A LA ANTIGÜA USANZA

La novia
Puritano, a distancia y por correspondencia

     Cuando ahora te sueño
     en una noche de Reyes
      a la luz del recuerdo,
          con una carta en mis manos
          del color del romero,
               en la niebla del tiempo
               pervive una aurora
              de amor verdadero.

El noviazgo oficial, testificado por documento firmado y rubricado por parte de la novia, idealizado en los versos de presentación, comenzó, conforme anuncio en el capítulo anterior, un 6 de Enero de 1947.

Recuerdo circunstancias de espacio y tiempo como si todo hubiera acontecido ayer por la tarde. ¡No era para menos! En términos arquitectónicos el lance y el momento vendrían a ser como la primera piedra de un rascacielos. El destinatario esperaba impaciente, hacía días, la respuesta a la solicitud amorosa de noviazgo, formulismo “sine qua non”, en aquellas épocas y latitudes. No pudiendo contener por más tiempo los impulsos tormentosos juveniles, diariamente corría a casa de la cartera, la tierna tía Manuela la Porricha, ansioso por averiguar si había llegado la tan anhelada misiva. En el día de actos, allí me esperaba, romero pálido y perfumada, según los románticos cánones epocales, la trascendental respuesta.

Contemplada todavía hoy, con ojos de anciano redactor, la escena resplandece con el esplendor juvenil y vitalista de entonces.¡Lugares y tiempos tan lejanos a veces tan cercanos! La respuesta afirmativa, confirmando el inicio de nuestra relación de novios, ha pasado a nuestras memorias como dulce motivo de burlesca ironía, siempre hermosa y memorable. Exultante de alegría y felicidad corrí a hacer partícipe del notición, a mi amigo Juanito: “¡Palmira ya es mi novia!”

Así y allí, de manera tan inusual y distante, pero muy romántica, comenzó, como pistoletazo de salida, la carrera más trascendental de mi vida. Carrera de larga distancia maratoniana. El punto final, la meta tan lejana como soñada, tardaría la friolera de “nueve añazos” en llegar… ¡2 de Agosto de l956! Años muy largos unos, más cortos otros. ¿Cómo transcurrió ese largo periplo amoroso? Me limitaré a recoger y desvelar algunos momentos destacados -curiosos, novelescos e intrigantes- de esta historia de amor. Rememoraré vivencias atípicas, momentos, días y… viajes nocturnos, que mas bien parecen cuentos de miedo para niños. Plasmaré en papel escenas que, al resucitarlas, mi resquebrajada autoestima recuperará su valor, ascendiendo a la categoría de héroe robinsoniano.

El destino fue “cruel” con nuestra pareja de enamorados. No tomemos literalmente el encomillado. Fue duro a veces. Pesado de llevar otras. Siempre por culpa de la distancia. Cuanto más soñaban y luchaban nuestros protagonistas por alcanzar y llevar a la práctica la sentencia campoamoriana: “la más hermosa es la soledad de dos en compañía”, más se emperraba fortuna en separar y distanciar a la pareja de tortolicos.


Los primeros encuentros esporádicos tuvieron lugar en Salamanca. Aprobado el Examen de Estado, los dos estudiantes -ambos preocupados por ganar tiempo al tiempo- se decidieron por magisterio. Estudios de dos años de duración, matriculado él de libre y residiendo en Carrascal. Nuestros encuentros amorosos eran tan suspirados y dificultosos como los de Calixto y Melibea en el huerto salmantino. Palmira residiendo, con sus otros tres hermanos, en la calle Libreros nº 6, en el meollo del corazón universitario, y el novio, esporádicamente, en avenida de Italia nº 36, casa de mi hermana Aurora, carretera de Ledesma. Los horarios, visitas y paseos tenían que atenerse estrictamente a las normas morales y sociales imperantes. El novio no podía acercarse en lo más mínimo ni al portal, ni al timbre de la amada. Tenía que conformarse con hacer guardia, en la esquina de la calle transversal, a la espera de ser visto por la “sufridora” que, impaciente, tras el visillo de la ventana, esperaba la ansiada aparición del caballero para disfrutar del paseíto de rigor. La espera se fue aminorando, años más tarde, con la compañía de otro rondante, el cuñado Pepe Regalado, cortejador de Dori, la pequeña, la más independiente y mimada de las tres hermanas, más afortunado que yo, pues vivía en la calle Serrano, a la trasera de la novia. Para completar el trío, a este cortejo de galanes se agregaría Nacho, pretendiente de la mayor de las hermanas, Tina. ¡Tres eran tres y las tres de primera! La histórica calle Libreros, desaparecido este gremio, bien mereciera denominarse la Calle de los Enamorados. Disculpen tan extenso inciso, volvamos a nuestro relato.

La foto primera de novios
El paseo se reducía a dar vueltas a la Plaza Mayor, escenario obligatorio, a la antigua usanza charra, de citas, vueltas y revueltas. Siempre escoltados por la “carabina” en suerte: una hermana o una amiga. Tina, la hermana mayor, cumplía con esmero sus funciones de “guardiana” responsable. Ejemplo gráfico de costumbre ancestral, hoy tan irrisoria, es la primera fotografía de nuestra pareja de enamorados, la jovencita novia escoltada por su hermano Emilio, todavía un imberbe adolescente. La foto inmortaliza una de las fiestas más populares y tradicionales salmantinas: la romería a la Virgen de la Salud de Tejares, a principios de junio.

La foto primera de novios muestra, bien a las claras, el cumplimiento riguroso de las estrictas reglas morales. Había un largo período de emeritage en el que estaba terminante prohibido coger la novia de la mano. Llevarla del brazo o ponerle la mano en el hombro era casi motivo de ruptura o denuncia familiar. El “rapto” del primer beso en una de las breves escapaditas de Libreros a los Jardines de Anaya, en un desaparecido banco de piedra, con la catedral enfrente, la universidad a la derecha y “mi” Anaya a la espalda como testigos, fue odisea digna de figurar en los anales del recinto universitario salmantino. Hazaña trascendental en la historia que nos ocupa. Y tras la cual, el novio cruzó la plaza mayor y enfiló, calle Zamora arriba, hacia su casa, cual vanidoso y bravucón gallito del corral. La novia, por su parte, retornaba, convertida en amapola primorosa, delatando por el color de su rostro el atropello cometido al haber traspasado a tanta velocidad las barrera de los límites permitidos.


NOVIAZGO A DISTANCIA

Narrar los prolegómenos y primeros pasos del noviazgo en Palacios podría servir de tema para una novela gótica. A los novios principiantes que llegaban al pueblo no les estaba permitido ni acercarse a la casa de la amada. Los enamorados se veían en el paseo o en el baile de tamboril de la plaza. Más tarde en el “salón de baile” de Clemente Ra. "Al toque de la oración las niñas de buena educación, en casa son." Al anochecer, finalizado el baile con la jota de rigor, al candidato le estaba permitido acompañar a la novia hasta la esquina de la calle. Paulatinamente, cual tímido conejillo, iba acercándose a la casa de la novia. Un pasito más, y nuestro aspirante al matrimonio podía ya sentarse a “pelar la pava”, juntitos ya los dos, sentados en una piedra o en las escalerillas de la puerta de casa de la novia.

Romántica, bella y enternecedora, era la ronda a la novia, antes de la diez de la noche. El novio y algunos amiguetes, (de vez en cuando me acompañaba alguno de Carrascal) íbamos a cantar una ronda a la puerta de la novia. El novio, en cierta memorable ocasión, cantó el solo de:

A tu puerta está la ronda, sí sí
y yo cantaré el primero
clavelina colorada
nacida en el mes de enero.

La novia solía abrir el portón de la puerta o acercarse al visillo de la ventana, según testimonian algunas películas o novelas, a agradecer emocionada el homenaje. Pero la desilusionada Palmira no pudo cumplir con la tradición, ante la severa prohibición de Clemente. Sin embargo, también el pater familia fue doblegándose paulatinamente a la rígida normativa. Inolvidable es la figura patriarcal del abuelito, serio y erguido, con su emblemático sombrero negro de copa, saludando, diplomático y distante con un “ Buenas noches tenga usted”. De agradecer es la permisividad y hospitalidad de los progenitores de la novia, cuando en alguna de las gélidas noches del invierno charro, se me brindaba el honor de traspasar el umbral de la casa. La novia, hospitalaria y cariñosa, sacaba al pasillo un braserito con dos sillas, inmortalizando con este gesto una de las escenas costumbristas amorosas más tiernas y conmovedoras.

Consolidada ya la relación, los avances llegaron ya a tal extremo que, en cierta ocasión que la novia estuvo enferma de cierta seriedad - la pleura, enfermedad juvenil que también padeció el novio de estudiante-, se me permitió hasta entrar en el dormitorio  y visitar a la sufridora, afortunada e impaciente enferma. ¡¡Aquella deferencia fue la consagración de un noviazgo elevado a los honores de los altares!!

 ...(continuación)