domingo, 22 de enero de 2012

E S T U D I O S III: Una academia “cum laude” APEMES

Palmira se lleva la palma. El flechazo del  amor.
La crónica de la historia que más trascendencia ha ido cosechando en el entramado  de mi vida, comienza, -¡como tantas otras!- fortuita e inesperadamente. Su origen se remonta a los lejanos tiempos de la primera juventud, al último año del bachillerato. Y por esta razón, el presente capítulo se abre paso a codazos en el apartado de ESTUDIOS.
La Puerta de Zamora (foto Mª José Herrero)
En el atrio de la Reválida, y precisamente en un ático de la Puerta de Zamora salmantina, justamente encima del incombustible y archiconocido café-bar "El Toscano”, con la singular belleza y arquitectura oriental de la rotonda iglesia de San Marcos (1) como acompañante, tenía su sede la Academia Apemes. La indescifrable etiquetación estaba en consonancia con tan corriente como discreta institución. Uno más de los numerosísimos centros privados docentes dedicados a la preparación de todo tipo de oposiciones a plazas de toda índole, reválidas, asignaturas pendientes etc. El lector culto sabrá -y si no lo sabe no tiene por qué avergonzarse-, que fue Platón el fundador de estas instituciones - tan vulgares unas como “reales” otras- origen de las célebres Academias de Artes, Ciencias, Letras o Lenguas, que repoblaron la Europa Cultural del XVIII ilustrado... Para mayor información  añadiré que “akademeia” era el nombre griego de la “casa jardín”, en las afueras de Atenas, donde el celebérrimo pensador se reunía con sus discípulos -sabios y hombres de estudios de toda índole- para discutir sobre todo lo divino y humano.
Sirva tan extenso preámbulo como contraste, contraposición y muestra de la malversación y degradación en que ha terminado aquella gran herencia ateniense.
En los tiempos de nuestros estudios, desde la primaria a la universitaria, estaban tan de moda estos privados centros docentes, que raro era el estudiante que, por hache o por be, por suspenso o por sobresaliente, necesitaba o presumía de clases particulares. Para mi estupefacción y gran sorpresa, creyendo que tal sistema docente había pasado a la historia, pude comprobar que todavía hoy figuraban en las páginas amarillas de Salamanca ¡3 páginas publicitarias! de las “históricas” academias, ampliada la sección a lo más moderno y sofisticado: academias de peluquería y estética, de música, de informática, de matemáticas, de ciencias químicas y ambientales, clases particulares a domicilio de Primaria, Secundaria, Bachillerato, Universidad… Tal borrachera y disloque cultural me lleva a pensar que “no hay mal que por bien no venga”, y que la denostada y cacareada crisis  puede ser causa de tal proliferación. Aunque, acabo de leer, que la astuta y benefactora madre hacienda va a exigir declaración de la lucrativa? actividad de las clases particulares. Perdone el lector tan extensa divagación, pero es que, quien esto redacta perteneció también al “privilegiado” gremio salmantino, y más tarde al menos generalizado en Frankfurt.
Pero no era de esto de lo que pretendía hablarte, paciente lector, si no de una historia de amor. De la anunciada en la Academia APEMES.
Fue casualidad, artificio  del destino o de la providencia, tómbola o lotería…¡quién lo sabe! Aceptemos que pudo haber de todo un poco. El caso fue que un par de meses, anteriores al Examen de la Reválida de 7º, coincidieron en la antedicha academia, para preparar el examen, un reducido grupito de bachilleres de la mas variopinta procedencia y catadura. Por la criba de mi memoria se han esfumado hasta los nombres de las materias, clases y profesores. Y, hasta el de la mayoría de las(os) compañeras(os) de clase; exceptuados el de dos hermanitas que continúan acompañándome, inseparables hasta hoy día. La explicación  es muy sencilla. Toda esa vivencia  estudiantil quedó eclipsada y borrada del mapa autobiográfico, por obra y gracia de una compañera del grupo. De la “arquera” más sobresaliente -no por el expediente- de la clase. De la más jovencita -¡17 primaveras!- y la más tímida. De la rubita más bonita y dulce del grupo provino ese flechazo que los poetas solían calificar como “el flechazo del amor”. Consecuencia lógica de una suma de atractivos y valores que motivaron que el “revalidista” estuviera siempre más prendido de ella que de las explicaciones del profesor. Tampoco es de extrañar que esta jovenzuela se llevase “ la palma”, según recoge el subepigrafiado del capítulo; pues, su nombre era PALMIRA.
Sin embargo, el proceso de exteriorización y oficialidad de tal enamoramiento fue lento y costoso: mandaban los cánones y el código amatorio de los tiempos, que lo entorpecían. Desde los encuentros, circunstanciales  o buscados, en la calle, desde el sinfín de vueltas a la noria de la Plaza Mayor charra, y las idas y venidas a la calle Libreros, residencia habitual de la novia, transcurrieron meses y meses…
Hasta que un día de Reyes, un mediodía fresco de bajo sol refulgente y de un alto cielo azul velazqueño como telón de fondo, fecha inmortalizada y memorable en la crónica de nuestra vida, un ¡6 de enero de1947...(¡ella tenía 18 años y el afortunado enamorado 20!) llegaba a Carrascal, a manos del joven enamorado, el soñado aguinaldo de los Magos: una perfumada misiva afirmativa de la seductora Melibea, oficializando un noviazgo tan ilusionante como anhelado. Documento histórico, hasta hace muy poco tiempo, guardado como oro en paño en el polvoriento cajón de los recuerdos. Él suponía un sorprendente giro en mi vida. Con paso firme -desde ese momento un “pas de deux”- en mi tortuoso y, hasta entonces, titubeante caminar en solitario.
Al curioso que guste de fisgonear menudencias en esta pseudo novela, romance auténtico de amor, le aconsejamos leer el extenso capítulo titulado:  “Un noviazgo a la antigua usanza….”.


(1) A su valor histórico cultural hay que sumar otro muy especial, sentimental y familiar. En ella celebramos Palmira y yo nuestras bodas de oro, y en ella se casaron Emma-Juan y Lucila-Joseba.

domingo, 15 de enero de 2012

EL ENIGMA DEL RÍO EN EL RECUERDO

¡Eres el río al que un día - quise poner dique a tus aguas!

El río en el recuerdo. Ilustración de iribú.
Ni el vaivén de los años y el destino, semejante al de las aguas de mi Río, ni tempestades y temporales, han logrado empañar ese periodo pueblerino de mi vida, ceñido a lugares tan comunes y vulgares. Aunque la realidad actual no coincida con el ejemplar archivado en mi memoria, a los ojos del amor continúa corriendo y enamorándome. Testimonio directo de aquellas y estas vivencias es el siguiente poema dictado por el protagonista de mi mundo interior:




Todo pasa, pero mucho queda!
Pasa el viento, el agua fluye,
pasan las nubes volando,
las estaciones se alternan
y los años se atropellan.

Pasan las aves de paso:
golondrinas y cigüeñas,
quedan los nidos perdidos.
Quedan ríos y montañas,
encinares y pinares…
quedan caminos del agua:
cauces y lechos de ríos,
vegas y valles sombríos.

¡Todos iremos pasando!
Y hasta la imagen del río,
Y el recuerdo del que fue…!
pues, la máquina y el hombre
hicieron de él otro río.

Quedan los mares y el cielo,
tranquila la noche pasa,
pasan los días sin pausa,
pasan los hombres…
pero algo queda:
lo escrito, escrito queda,
y la historia lo recrea.

Pero algo queda,
el recuerdo de mi río
como fue y como era,
todo amor y primavera.
El recuerdo de lo bueno,
que no pasa,
porque en el alma penetra
¡Todo pasa,
pero mucho queda!
                   
                                            ( M.J.G.)

domingo, 8 de enero de 2012

EL RÍO DE MI VIDA (I)

En el Preámbulo de estas “MEMORIAS” ocupaba un lugar destacado “Mi río”. Una corriente de agua sin nombre ni configuración. Era el río de mi infancia, de mi adolescencia y primera juventud…¡el TORMES! Tán cantado por los poetas clásicos. El que desde las alturas de Gredos enfila hacia la meseta charra y, dejando atrás la capital, emprende tortuoso curso entre vegas, sotos, bajíos y alguna que otra ligera garganta, hacia el Portugal fronterizo para confundirse con el padre DUERO.


El rio de mi vida
Pues, estas aguas fueron fuente inagotable de historias para no olvidar. “MI RIO” era una parcelita minúscula. Una porción reducida de rivera, consistente en una pequeña playa de fina arena, que desaparecía en el invierno, y cortados barrancos, principalmente en la margen derecha, pertenecientes a Juzbado. Su extensión no alcanzaba el medio kilómetro. Mi pertenencia fluvial estaba enmarcada por dos frondosas y umbrías choperas que le conferían un aire de ajardinado parque: la de La Narra al oeste y la de Santibáñez por levante. Esta era una de mis más preciadas propiedades. Y ¡tán mía! Conocía como la palma de la mano cada uno de sus vericuetos: el largo islote central en el verano, sus pozas y profundidades y hasta el mínimo detalle de su anatomía. Mi “cachito” de río era para mí otro mundo. Un oasis de atracción y seducción en la mortecina monotonía del pueblo.

Para mi fantasía infantil el camino del río era una vía de escape. Una salida al mar de una aldea desértica, unida al esotérico cosmos por el Regato que en el invierno aportaba su granito de agua por el misterioso Carcabón al afluente del Duero. Y bien digo “misterioso”, porque exceptuados los dos hijos del herrero (mi hermano Luciano y yo), el primo Juanito y, de vez en cuando el joven de la panda Toño Torres, -los únicos nadadores del pueblo- la mayoría de los vecinos, solamente se asomaban al río de guindas a peras. Temerosos y asustadizos, porque corría la leyenda de que en la pequeña laguna del Carcabón- especie de Lago Ness en miniatura, de aguas negruzcas y profundas, y orillas resbaladizas, - se habían ahogado numerosas reses. Y no salía de ella el que en sus aguas se bañaba.

El bañador y el baño -signo de modernidad- no habían llegado todavía a Carrascal y poblados de los contornos. Sin embargo, el río constituía el modus vivendi de algunos pescadores de Almenara y Ledesma. Lobo de río era el señor Eustaquio de Almenara, y su hijo Jamín, ratita de agua, quinto y amigo, mis maestros en el arte de la pesca del barbo. El tal Eustaquio, con solo su mirada, “yéndolo mirando”, por el color y la temperatura del agua, por el discurrir de la corriente y el movimiento de la superficie, diagnosticaba la profundidad de las aguas y los lugares donde se escondían y regodeaban los barbos, las carpas o alguna que otra tenca. “¡Todo fluye!”- exclamaba Heráclito. ¡Y no le sobraba razón! Aunque, en otros tiempos, nuestro Tormes sólo lo hiciera alternativamente, al son de las estaciones extremas. Hoy, sin embargo, con la regularización de sus aguas a través de las exclusas de los pantanos y embalses, lo hace ininterrumpidamente. Antes, su corriente era esclava del invierno y el verano. En el invierno borrascoso sus aguas bajaban turbias y tumultuosas. En el verano se amansaban. Se cortaba la corriente en el ramal izquierdo de la isla y aparecía una playita de arenas finas y cálidas por donde correteaban aves acuáticas: andarríos, gallinetas y otras de cuyo nombre no puedo acordarme -casi todas desaparecidas hoy día con la contaminación de las aguas.

En el invierno, solitario y embravecido, arrastraba hacia el olvido del mar cuanto obstaculizaba sus orillas. Era el período de las crecidas o riadas por el agua acumulada del desbordamiento de arroyuelos y riberas, y del deshielo de las nieves de las altas cumbres de Gredos. Entonces se enfurecía y reclamaba protagonismo. El olvidado río se convertía en espectáculo turístico que acudían a presenciar espectadores de una y otra orilla. Jamás olvidaré uno de estos paisajes invernales de mi primera infancia, uno de los espectáculos más fascinantes, imborrables en mi memoria visual y auditiva. Creo que fue en el invierno de l936. Consecuencia de uno de aquellos temporales que se fueron para nunca volver. Varios días, con sus largas e interminables noches, sin cesar de llover con auténtica avaricia. El Tormes se salió de madre. El nivel del agua superó los seis metros. Parte del puente romano salmantino estuvo a punto de ser volado para aminorar la catastrófica inundación de los barrios del Arrabal y de Tejares. Medio Carrascal, mayores y pequeños, corrimos a la finca de la Narra, famosa por la aceña (molino) más frecuentada de la zona, para ver al desbordado rio transformado en mar, y las tranquilas y pacíficas aguas salidas de madre, en un cabalgar, bramar y rugir aterrador. Para empezar diré - ¡cómo si lo estuviera viendo ahora mismo!- que la aceña había prácticamente desaparecido. Del edificio, de cinco o seis metros de altura descollaban, de vez en cuando, las últimas tejas del caballete. Hasta el acantilado y los altos peñascales de Juzbado, como a medio km. de distancia, llegaban las tumultuosas, bravas, amarillentas y fangosas aguas de crecida. Toda la vega sumergida: sembrados y barbechos, huertas y cercados, paredes y caminos desaparecidos. En lo alto de los peñascales decenas de atemorizados e impotentes espectadores del dantesco espectáculo. Pero haciendo historia de nuestro río y potenciando su protagonismo, no puedo pasar por alto, la riada que batió records en un simbólico 26 de enero de l626. (Traigo a colación este dato por el paralelismo que la decena de tal fecha guarda con la del nacimiento del cronista) En esa fecha, debido al deshielo de las nieves en las sierras de Gredos y de Béjar, las aguas del Tormes arrastraron el puente de Alba de Tormes, ocasionando 142 muertes en la famosa villa de santa Teresa.

Mas, abandonemos estas fechorías, infortunios y desastres de nuestro río y pasemos a lo auténticamente memorable y significativo. Porque mi río era mucho río. Sus aguas fueron manantial inagotable de hazañas, historietas y zarandajas memorables, de las que recordaré algunas intercaladas en capítulos salteados. Especie de “cuento mensual “para aligerar la pesadez de tan monocorde lectura y facilitar el acceso a los niños devoracuentos.(v, contin. del Capítulo “ Historietas que pasaron en el río que no pasa”: “Los amargos melocotones del Taponero”, “Las sandías de la noche de Los Ramos”,” Un barbo entra en el guinnes de un pescador a mano”, “Jugarretas de la “lagarta” Alejandra” etc.) Pero antes debo proclamar una realidad perdurable, nacida y fomentada en mis solitarios filosofeos por el río: mi amor, mi afición y pasión por la Poesía. En sus verdes orillas, en mi vereda favorita, en el frescor de las umbrosas choperas y esbeltas alamedas, aprendí, a través de los primeros y escasos versos disponibles de A. Machado y Gerardo Diego, a conocer el Duero y a enamorarme de la Poesía. Desde entonces…

“Esos chopos del río, que acompañan
Con el sonido de sus ojas secas
El son del agua cuando el viento sopla.

...esos versos y esos chopos me han acompañado perennes y ensoñadores por todas las riveras fluviales de mi geografía.

A los ritmos y hechizo de los poemas de Bécquer y Lorca, me atreví a hilvanar las primeras rimas, las que de vez en cuando siguen tentando y provocando mi vena de aficionadillo versificador. Sirva de muestra y testimonio el poema que publicaré la próxima semana, escrito después de tantísimos años, recordando el que fue EL RIO DE MI VIDA, hoy transformado en el “Rio del olvido en el Recuerdo”.