miércoles, 14 de diciembre de 2011

CRÓNICAS DE PALACIOS I

La Morera forma pareja con la Iglesia
La Morera centenaria, símbolo y testimonio histórico de un pueblo

Los recuerdos atesoran más poesía que la realidad

Decir "morera" en Palacios del Arzobispo (Salamanca) es como decir cita, encuentros y desencuentros, adioses y bienvenidas, querencia, fiestas y festejos. Sombra acogedora y tranquilizante. Morera también es sinónimo de plaza... ¡el corazón de la plaza!

En primer lugar quiero hablar de la Morera árbol, de este monumento vegetal que, al igual que el desaparecido olmo (olma en algunos pueblos), preside y ocupa el epicentro de la Plaza Mayor de Palacios del Arzobispo, como es el caso de tantas plazas o plazuelas castellanas.

Nuestra Morera, moral para algunos (confieso no haber dado con la diferencia, solo sé que ambos dan moras) es símbolo e idiosincrasia de nuestro pueblo. Sus anuales brotes y verdes hojas son promesa de que, mientas se alce la morera, habrá primavera. Y habrá niños y jóvenes, mayores y ancianos que la contemplen con admiración y cariño. Su letargo invernal, extensible a calles, casas y actividades, nos recuerda que, como sus hojas caducas, los ancianos que se fueron e irán, dejarán espacio a otros que aspiran a serlo. Mas la Morera es historia. Y la historia nunca muere. Siempre habrá historiadores o aficionados que continuarán inmortalizándola. Y la Morera, como la historia, es el espejo universal donde mirarse. Es el libro abierto en el que podemos leer la historia de lo que fuimos, somos y seremos.

La Morera, formando pareja con la Iglesia, es huellas perenne y fuerza viva del desaparecido pasado de la memoria. Representa con el arco del palacio -¡con escudo y todo!- y el viejo frontón, formando unidad con el arco, archivo pictórico de nóminas de quintos -y desde hace algunos años de quintas.

La Morera, con su tronco rugoso carcomido por los inviernos y veranos, y en el estío poblada de tordos que devoran sus moras, que colorean su alrededor de vino burdeos, presta sombra refrescante a sus hijos pródigos y sirve de confesonario de rumores y secretos. Ella continúa erre que erre, cual tatarabuela cariñosa, rediviva, siempre acogedora, brotando y archivando historias y romances del pasado. Siempre fosilizada y centenaria. Así la hemos conocido las generaciones actuales y la conocieron muchas de las que nos precedieron.

Palacios, como uno más de tantos y tantos pueblos de la meseta castellana, cuando parecía abocado al ostracismo y al éxodo, resurgió cual ave fénix del letargo de siglos. Y la Morera ha sido beneficiaria del esperanzador amanecer palaciego. Su solitaria y aburrida soledad la alegran y circundan frondosos árboles - ailantos, chopos y álamos blancos, y una exótica catalpa y un arce canadiense la acompañan y saludan desde el opuesto lado del Ayuntamiento. El centenario árbol, tanto tiempo abandonado, está ya hoy cuidado y retocado. Un poste artesanal sostiene uno de sus potentes brazos amenazando ruina y una rústica cerca le protege y presta asiento en festejos y reuniones.

Pero en este escenario falta por salir a escena la inseparable y fiel compañera de nuestra Morera: la zancuda patilarga de la torre de la iglesia. Desde su minarete, la cigüeña o las cigüeñas, ya que al eliminar su peligroso nido de lustros, han plantificado otros dos en los altos laterales del campanario, perviven como centinelas en el minarete del pueblo. Cada cual que lo interprete a su manera. Yo lo califico de muestra de fidelidad y constancia al pueblo, a la plaza y sobre todo a la Morera. Prefiere, antes que emigrar a África o al Sur, invernar en el corazón del pueblo, y acompañar a su inseparable Morera y a su plaza en heladas y borrascas, en ventiscas y vendavales. Complaciente, curiosona, pero cariñosa siempre, contemplando y conviviendo el devenir del pueblo.

Hace siglos se lamentaba el poeta de las Coplas, Jorge Manrique, de que “ cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Ni la cigüeña de la torre, ni la Iglesia, ni la plaza, ni la Morera le darían en el s. XXI la razón, sobre todo la centenaria Morera. Ahora rejuvenecida, mimada y protegida. Epicentro de este escenario rebosante de vida en agosto: fiestas de la Morera, de los Quintos y los Mayores, del patrono San Juan en junio y de la Virgen en el popular Ofertorio del primer domingo de octubre; en bodas y bautizos; en todas esas solemnidades, la Morera con su Plaza, su Iglesia y su Frontón es, como muestra la foto precedente, colorido y remanso multitudinario de alegría, compañía y amistad. Nuestra Morera es un regalo para un pueblo. Un capítulo más, uno de los más bellos, de la Historia de Palacios del Arzobispo.

Pero cuando hablamos hoy de "La Morera"-con mayúscula y artículo determinado-, estamos pensando y refiriéndonos a la Asociación Cultural La Morera, de cuya fundación me siento orgulloso y nostálgico y que merece un capítulo especial.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Querido Manolo: Este homenaje tuyo a la Morera, es el homenaje a un pueblo. La Morera es ahora un símbolo que durante años estuvo presente y sin reconocimiento, nadie reparaba en ella. Era algo así como cualquier vecino de Palacios. Vidas pasivas que rompían su soledad cuando en los incendios se precisaba ayudar a otro, en la escasez ofrecían un trozo de pan y un torrezno de tocino al necesitado. Seres que, recordarás, al menos en la edad mía, se reían de ellos los cuatro cultillos de la ciudad porque leían "El Caso", alguna que otra novela del Oeste de Estefanía, porque aseguraban no saber nada y pensar poquito y mal.
Aquellas personas que a la salida de misa se quedaban mirando los domingos la salida de las mujeres, propiciaban procesiones lingüísticas con los de al lado, palabras de brío machorro y hormonal. Esto, unos. Otros miraban a las mozas, desde la morera, y creaban en silencio ensueños y gozos rurales que jamás desmerecían de los de la clase media ciudadana, de la burguesa empicotada, de la nobleza decadente pero aún narcisista.
Con la soltura y fácil y rico y sencillo estilo tuyo, Manuel González, sajas la piel de un lugar querido, excelso y humilde como su tierra, altivo y hermoso como el roble y, socialmente, en parte, claro, simbiótico consigo mismo.
Muchos de los retazos que has escrito durante años merecerían, Manolo, que fuesen leídos por todos los nacidos en esta herencia de pana parda y culeras, de lenguaje local, de palabras hermosas, que la RAE jamás debería olvidar.
Creo que de Palacios del Arzobispo es el primer intento, el tuyo, que se realiza con la intención de olerle su alma y carácter.
Un abrazo y gracias, Manolo.
Francisco Marcos Herrero